miércoles, 22 de diciembre de 2021

Crónicas Linfáticas Parte2





 

(Si llegaron acá y no leyeron antes la primera parte, se las dejó en el siguiente link  https://lavidasegunsaina.blogspot.com/2021/12/cronicas-linfaticas-parte1.html)

Capitulo 3: Exilio intermitente.

El tratamiento es muy fácil de explicar. Solo quimioterapia. Sin cirugía. Pero en tandas. Cinco días de internado, enchufado a la falopa, y quince en casa recuperando. Toda esa ronda se repita un total de seis veces. Listo. Pero previo al comienzo, me debían otro estudio más. Uno que se llama PET. Y es algo así a lo que quiere ser una tomografía cuando sea grande. Porque el método es parecido pero con algunos pasos más. Antes que nada tenés que ir con algunas horas de ayuno. Y cuando te presentas en el mostrador te dan otra vez ese block de hojas para que firmes y también una jarra loca de un liquido con toda la apariencia a meo, horrible como Gatorade de manzana tibio, con seis kilos de azúcar, y te lo tenés que tomar en media hora. “¡Que comience el juego!” diría Jigsaw.

Mientras espero a que me reciban veo a un grupo de mujeres que empujan un chango de elementos de limpieza. Al toque se oye un barullo y un par de enfermeros salen corriendo por los pasillos al grito de

—El viejito se cagó.

Estas escenas son bastante frecuentes en un hospital, así que no me extrañó mucho que pase algo así. Pero acuérdense de esto.

De inmediato te envían a un bunker. Sip. Un bunker. Medio raro todo. No me imaginaba para qué carajos era esa puerta enorme y gruesa. En eso se acerca la enfermera y me pincha la mano para ponerme una vía. Por donde van a meterme un revelador. Otro más. A esta altura yo ya era una bengala con piernas.

—Perdoná el retraso, estábamos esperando a que se desocupe un cuartito.

De pronto me doy cuenta que hay un olor re fuerte a desinfectante… y que en el suelo todavía no se seca el rastro de un trapo húmedo. Así que me vine a parar al cuartito que el viejo usó de baño químico.

La vía del brazo termina enchufada por el otro extremo a un bidón metálico blindado. La enfermera me recuerda que me tengo que tomar todo ese liquido feo y me muestra un intercomunicador en la pared por si necesito algo. Y que, ante cualquier cosa, haga señas a una camarita en el techo. Para no quedarme con la duda, le preguntó por qué el cuartito tenía pinta de bunker, por qué el tachito metálico y, ya que estaba, para qué ese delantal re grueso y pesado con el que se había aparecido.

—Es que el revelador es radioactivo y hay que llevar protección.

Y se fue nomas.

Me quedé tomando el Gatorade tibio, en un sillón bastante cómodo, mientras me mandaban ese coso radioactivo. Se me ocurrió en un momento acercarme al intercomunicador y preguntarle “¿Y qué tengo yo? ¿Venas de plomo, la puta que te parió?”. Pero la verdad que lo pensé un poco y medio que no tenía sentido preocuparse. ¿Qué me iba a hacer el radiactivo este? ¿Darme cáncer?

Algunas semanas más tarde, con todos los resultados de los estudios, varias extracciones de sangre y tras varias citas con la doctora que atendió mi caso comienza lo hardcore.

Ingreso al hospital por la parte de internaciones. No me tocaban compañeritos de cuarto así que la tele era para mi solito. Mi primera semana en el hospital se convirtió en una montaña rusa de sensaciones muy propias de nene en un parque de diversiones.

Salvo, quizás, por el caño que me mandaron en el cuello y me dejaron cocido para que no se me vaya por 5 días. Recuerdo bien que mientras me mandaban el caño por la yugular hasta casi el corazón, yo estaba con las manos atenazando el colchón de la camilla, el culo apretado por la impresión y veía de refilón las manos del enfermero manchadas de sangre cuando entonces entra un muchacho, ahí, re pancho por su casa, con el carrito de la comida y me pregunta si voy a comer;

—Hay pescado con mil hojas de papas.

Yo creo que esa escena de mi vida, al menos ese pedacito, me lo guionó Tarantino.

De tanto en tanto me inyectaban algo que me daba sueño y palmaba un buen rato en horarios re chotos. Y los corticoides en pastillas eran tan pero tan amargos que cuando me los tomaba hasta se le arrugaba el orto al paciente de la habitación de al lado.

Cuando lo pienso un poco, más que nene en parque de diversiones era nene en la casita del terror del Italpark.

Pero, ojo acá, en la tele alguien había dejado iniciado Netflix. Golazo de media cancha. La mala era que por cuestiones de covid había un extractor andando tan fuerte que no escuchabas ni lo que pensabas, menos la tele. Gol anulado. Pero tenía wifi. Y auriculares. Victoria por puntos. Y al final, con cincuenta canales a disposición, terminé viendo Animal Planet 24/7. Es increíble que una experiencia personal te hace empatizar con un grupo de hienas despedazando un Bambi.

Tras algunas horas de experimentar lo que sería mi nueva vida en esta sala, me agarré lo que voy a definir como “síndrome de celular cargando batería”. ¿Vieron lo incómodo que es tener que usar el celu mientras lo tenés enchufado a la pared? Bueno. Eso mismo: me tocaba ser el celular. Mi radio de acción era de tres metros, enchufado al que sería, con el correr del tiempo, mi buen amigo Changuito.

Changuito, Chango a veces, La Concha De Tu Hermana otras veces, era la máquina automática que me suministraba la falopa. Hacía ruidos sin ritmo ni constancia, sonaba una alarma cuando algo andaba mal y llamaba a la enfermera cuando se vaciaba. Muy piola Changuito. El tema es que, como toda convivencia, más de una vez estuvimos a punto de cagarnos a palos. Yo alguna que otra vez lo patee y él me quiso ahorcar con las vías alguna que otra noche mientras dormía. Diría que la nuestra fue una amistad tóxica. (Estoy a full).

El tema es que Changuito me mandaba varias cosas que me arreglaban por un lado pero me cagaban por el otro. Y hago mal en decir que me cagaba por el otro porque en realidad yo no cagaba por ningún lado. Había algo entre tanta cosa que me mandaban que me secaba como escupida de momia. Así que ese placer de evacuar y saberse uno renovado por dentro se me fue restringido. Una vuelta, de hecho, cuando todavía me negaba a que estuviera sequito de vientre, me pasé más de 40 minutos sentado sin hacer nada de nada. La enfermera venía cada tanto a la habitación para ver si seguía vivo, pero en una ocasión entró lo más campante al baño, para avisarme que me dejaba unas pastillas en la mesita. Ahí entendí, desnudo y sentado en el inodoro, que las viejas costumbres no se atañen a las enfermeras. Hubiera pagado cien mil pesos por un tope de puerta, pero tuve que contentarme con dejar la pata apretando la puerta desde aquel día mientras pugnaba por liberar lastre por popa.

Más tarde aprendería a aprovechar los tiempos y a garcar ni bien entre a cada internación. Casi casi como un rito de iniciación: saludaba a todos, me dejaba ensartar el cogote y antes de que la falopa empiece a rendir cuentas, pasar por el baño y dejar la vida y el alma en el reluciente inodoro recién desinfectado.

Casi todas las internaciones las pasé acompañado la mayor parte del tiempo. Eran días de covid y solo permitían un acompañante, sin visitas. Pero varias horas al día tenía la oportunidad de poder charlar con alguien. Salvo en la cuarta internación. Aquella vez fue en otra sala, en otro piso. En el piso de Trasplante los protocolos eran por mucho más exigentes y ahí no podía pasar nadie. Ni acompañante. Quienes querían verme, me podían llamar por el tuno en la pared y verme por la ventana. “¿A quién maté que me pusieron acá?”. Recuerdo que durante esa semana miré mucho "Guerra de Containers", ese programa que unos yankees abren containers incautados en el puerto y se fijan que hay dentro. Supongo que en esta internación tan de claustro estaba empatizando no con las presas de una manada de hienas sino con las cajas llenas de polvo encerradas en un container olvidado.

Temaiken
La experiencia resultó interesante los primeros segundos. Hasta que me enchufaron y me mandaron, además, unos corticoides que me ponían al taco. Me hacían transpirar. Y no sé por qué razón, si es que había otra cosa más o si fueran dosis más fuertes, pero empecé a tener ansiedad. Esto sucedió en la cuarta internación, cuando ya estaba bastante acostumbrado al aislamiento. Es verdad 
que ahora estaba solo y ni siquiera podía ver por la ventana hacia el exterior. Empecé a sentirme encerrado, pero mal, eh. Es gracioso porque siempre estuve encerrado, pero yo qué sé. De pronto me acordé que si no cagaba ahora no cagaba en 5 días. Así que fui al baño, hice pasar a Chaguito, que para estas alturas ya nos hacíamos compañía toda situación por más escatológica que sea, y entonces sucadió el horror.

Por culpa de todos los cables y las vías, no podía cerrar la puerta del baño, así que me ubiqué en el trono, de frente a la puerta, abierta de par en par por necesidad. El paisaje desde mi perspectiva era la de mi pieza y más allá la ventana abierta de la habitación, viendo a todos los transeúntes pasar por el pasillo. Básicamente si alguien se volteaba a un costado, de distraído nomás, iba a ver a un pobre tipo, tratando de cagar con la puerta abierta. No desnudo. Peor; en batín.

Recé a Dios y todos los santos para que no aparezca ninguna enfermera en la habitación y traté de moverme lo menos posible para que desde el otro lado de la ventana no le llamara la atención a nadie. ¿Tuve éxito? Digamos que fifty fifty. Porque sí se apareció una enfermera pero en este piso, por cuestiones sanitarias, cada vez que entraba una, se tenía que lavar las manos en una bacha y eso me dio tiempo para cerrarme el ridículo batín antes de volver a pasar más vergüenza. Sin embargo hay que aclarar algo: esta habitación, además de tener mas restricción de visitas, contaba con una bacha para higienizarse y unos cuantos armarios. Cada vez que alguien entraba, se tenía que lavar bien las manos. ¡A la hora que sea! El chorro de agua chocando contra la chapa de inoxidable a las 3 de la mañana es peor que la alarma para ir a laburar.

Como se dijo, eran 5 días adentro y 15 afuera. Los días que cumplía prisión domiciliaria pasaron sin muchas novedades. Para señalar por señalar nomás, puedo mencionar que los efectos de la quimio te trastornan los sabores, porque uno medio que elimina todo eso por las glándulas salivales o las papilas gustativas o algo así y todo tiene gusto a mierda y a cartón. Eso, ay, fue terrible. Podías estar comiendo asado pero te daba la impresión que masticabas el tapizado de la silla. Y aunque podía comer muchas cosas, no tenía permitido verduras ni frutas crudas, o fiambres. ¡Mi reino por una picada! Bueno, está bien, una manzana, por lo menos... De todos modos no tenía mucho sentido, porque se me hacía agua la boca por un sanbuchito de crudo y queso pero si lo comía seguro que le encontraba un sabor horrible. Salvo por eso, no hubo gran cosa. Algunos dolores hacia el final del tratamiento, pero nada grave. ¡AH! ¡Cómo olvidar los heladitos de agua de Grido! Era lo único a lo que le encontraba sabor. Habrá quien diga que son puro agua con químicos y conservantes. Y tendrá razón. Pero a esas alturas ya me mandaban toda la tabla periódica por las venas así que los helados de Grido eran tan naturales para mí como jugo recién exprimido de las naranjas de mi huerto.

No. No tengo naranjas en mi huerto. Y no tengo huerto.

Pero la libertad inconsciente de manejarse a diario por mi casa, de subir y bajar escaleras sin cables ni vías, era impagable. Por lo menos al principio. Porque después me convertí en el señor Burns y la escalera de mi casa era el Everest. 

Es que, a veces, mi aislamiento dentro del aislamiento de todo el mundo era un poco carcelario. Pienso en esto, ya a lo lejos, y en la similitud de algunas costumbres que fuimos teniendo. Como la de mi mujer, que me traía cajas de Garotos para las enfermeras que me cuidaban. Una suerte de soborno. Caí en la cuenta de esto la vez que una de las enfermeras con la que habíamos pegado onda me trajo de contrabando dos helados de agua. No sé de dónde lo sacó ni lo sabré jamás. Esos pecados no se confiesan.


     La falopa se fue poniendo más intensa con cada internación pero se había agilizado el tema de mandarme caña por el cuello. A partir de la tercera internación me colocaron un catéter, que es como una mochila de baño muy chiquita injertada bajo la piel del pecho pero que te evita que venga Vlad el Empalador cada vuelta.

Onda que ahora ya tenía puesto un puerto USB. Me mandan una aguja, sencillita, un pinchacito y listo el asunto. Una boludez. A parte re practico. Me lo pusieron en un quirófano y tuve que pasar por lo mismo que antes. Pero esta vez me dejaron conservar los calzoncillos. Se ve que antes tuve que pagar derecho de piso. O quizás, como ya me conocían el culo…

Ahora medio que me hincha los huevos un toque, porque todavía no me lo sacaron para cuando estoy escribiendo esto, cada 3o días le tengo que hacer un service y arruina mi silueta esbelta y torneada.

Nah. No les voy a mentir.

En el fondo, es que me hace acordar a Changuito…  

 

Nunca olvidaré nuestras charlas a deshoras, hermano,


CAPÍTULO 4: ¡Por lo menos ya no tenías pelo jajajsjdafafaefeaff!

Cuando notas que se te cayó
TODO el pelo, hasta las cejas...
El lado B del tratamiento es, en verdad, el lado que ven todos. Y es que te caga un poco a palos tanto químico ingerido día tras día. Más allá de que convertía mis heces en canto rodado, la otra consecuencia significativa resultó en que se fue cayendo el pelo. Hay que hacer una aclaración. Mi bocha ya estaba full lampiña. Pero porque solía mandarme un giletazo semanal y me quedaba lisa como cáscara de huevo. Si no lo hacía a menudo empezaba a ganarme la textura de un durazno, luego la de un kiwi y al final la de un coco: el pelo me seguía creciendo. Salvo, claro, atrás. Donde está emplazado el helipuerto. Pero pelo todavía tengo. Soy calviño por elección estética. Sin prestarle atención, un día X del tratamiento dejé de sentir que necesitaba afeitarme la bocha. Y para la segunda internación, empezaban a aparecer mechones de barba sueltos, agarrados del barbijo... Hice lo que pude para mantenerlos en su lugar, dejé de pasarme la afeitadora, evitar roces y eso. Pero todo fue inútil.


...pero eras pelado de antes...
Ay, que dolor aquel. Yo tengo barba desde hace muchos años ya. No muy larga, porque me jode. Pero no me afeitaba tipo baby face por lo menos desde el 2017. Año en que me disfracé de Krilin en para una fiesta y eso fue una vez. Y ahora no había ninguna fiesta. Horrible. Peeeeeeero también se me cayó el pelo de todo el cuerpo. Las cejas y las pestañas se me cayeron y sí, me había convertido en el doble oncológico de Bruce Willis para Duro de Matar 5. Ya cuando McKlein está reventado por la edad y en alguna escena en que lo hayan cagando bien a trompadas. Pero sin bello corporal estaba bastante más cómodo, tengo que confesar. Más “aerodinámico”. Sumado a que era invierno y la quimio hacía que no transpirara naturalmente, era una tranquilidad.

Todo esto para decir que no tenía la necesidad de bañarme todos los días. Listo. Lo dije.

Y la otra baja de guerra fue una en particular que nunca noté. Sino que me la hicieron notar. El culo me había abandonado. Para ser franco, no es que en ese estado actual (de ese momento me refiero, me estoy haciendo quilombo con las referencias) haya sido especialmente sensual a la vista. Pero cuando mi mujer me dijo — Che, se te fue el orto —medio que se me hizo una arruga ahí en el ánimo. Pero ¡Ey! Recuperé banda de pantalones. Tenía archivados unos cuantos pantalones cargo que dejé de usar en el 2010 más o menos y ahora me los pongo para jugar a que soy un viajero en el tiempo que vengo del pasado. Los guardo para estar a la moda en algunos años.

...y te ahorraste miles en la tira de cola.
Lo cierto es que había bajado mucho de peso. En los últimos meses lo de los sabores empeoró, la falopa ya era muy fuerte y me causaba llagas en la garganta que no me dejaban comer. Así que viví un tiempo a caldo y Ensure. Llegué a 74 kilos. ¡EN TU CARA NUTRICIONISTA! ¡MIRA DE QUIEN TE BURLASTE! Pero ya recuperé bastante peso, hago ejercicio, mucha bici, mucha área deportiva de la plaza y volví con la gallega forra esta que grita ¡yo puedo con todo todo toooodo todo! El pelo me volvió aunque se tomó su tiempo el muy guacho. Las pestañas me fueron apareciendo muy de



a poquito y al principio parecía que me delineaba los ojos. Igual que las cejas.

Y me volvió el ojete.

Recordaré su ausencia cuando llegue el día de volver a ponerme el batín, si es que tiene que llegar, pero enarbolando los glúteos desnudos con orgullo.

 

 

 

EPILOGO. Eternas conclusiones de una mente sin linfomas.

Quisiera decir que toda esta experiencia me volvió un ser de luz y ahora voy a dedicar mi vida a dar charlas TED en el encuentro intercontinental bimestral del sindicato del sarasa. La verdad que no. Porque yo no la pasé tan mal de a de veras. O sea. Tuve días en los que hubiera preferido, no sé, pedir el plato especial del menú de Yiya Murano. Claro que sí. Pero en el fondo yo siempre estuve muy cuidado y protegido. No tuve mi paso por el oscuro túnel boulevar Victor Sueiro ni una vivencia trascendental capaz de sorprender al mismísimo Juan Carlos, vigilante nocturno que conocía al reptiliano Cerati. Pero tuve la compañía de mucha gente. De mi mujer, mis hijas, hermanos padres suegros cuñados amigos compañeros colegas y otras personas que el tiempo parecía haberlas olvidado y sin embargo dieron el presente cuando la cosa estaba más que turbia. Me quedo con eso.

Ahora dedico mis horas a estar presente en el momento. Que es básicamente no andar en piloto automático. Ordenando un poco las prioridades, no preocupándome por boludeces y tratando de vivir la vida que me gusta vivir. No vengo a ponerme serio acá ni dar clases a nadie. Pero si llegaste hasta acá, sabé que pasé esos días pensando en escribir esta entrada del blog para que te arranque alguna sonrisa. Y ese propósito me ayudó a pasar alguna que otra mierda en el camino. Así qué a vos, que lees esto cada tanto, también te digo gracias.

Disculpen este lapsus sentimentaloide. No vuelve a pasar. No vengo acá a filosofar ni encontrar las verdades universales de la vida. Ya lo hago en la intimidad de mi baño, desde que volví a cagar con naturalidad.

martes, 14 de diciembre de 2021

Crónicas linfáticas Parte1

 


Capítulo 1: La verdad está ahí afuera.

El 22 de febrero pasaban 2 cosas muy fuleras. La primera fue que era lunes. La segunda fue que en esa noche de lunes estaba yendo al hospital a que me hagan un par de placas y así mi mujer me dejaba de joder.

Sucedió que el día anterior me fulminó un trote de 3 cuadras. Ok. No soy ningún atleta, pero por esos días nos estábamos poniendo en forma con los videos de youtube de una gallega con complejo de hámster y que se la pasa diciendo arengas como “nadie dijo que sería fácil”, “¡dale caña!” y “¡yo puedo con todo todo todo todoooo todo!” (SPOILER: No se puede con todo, master of the life). Por lo que no era muy lógico que no pueda correr tres cuadras. Cansada de mis quejas constantes, muy atinada y con sumo tacto, mi mujer me propuso

—¿Por qué no vas a que te hagan una radiografía y te dejás de romper los huevos?

A las 10 de la noche cruzaba las puertas vidriadas del hospital. Pasaron unos cuantos lustros de aquel día pero si hacen memoria van a recordar que la gente estaba en el pico máximo de la paranoia del año 2021. La sala de espera merece una entrada aparte, pero voy a tratar de resumirla lo más brevemente posible.

Me tomaron el turno a las 10 pero me hicieron pasar a las 2am del siguiente día. Durante ese momento se vieron algunos eventos medio tensos con otros pacientes que, con covid, decían, estaban esperando desde muy temprano. Eso me llevó a esperar mi turno fuera de la sala y fuera del hospital. Prácticamente en la vereda. Ahí conocí a “Juan Carlos”, vamos a ponerle. Por que nunca supe el nombre de este ser tan extraordinario y se merece por lo menos un bautismo para esta historia. Juan Carlos era el guardia de la entrada pero no tenía pinta de guardia. Más bien de alguien random hecho pija por las horas de trasnochado. Durante una discusión entre un paciente y la señorita del mostrador, las miradas de Juan Carlos y la mía se cruzaron y, al día de hoy, no sé por qué se me ocurrió hablarle. Menos mal que lo hice. Yo le dije algo como “qué loca que está la gente” o algún comentario de ese estilo que decís solo cuando te molesta el silencio incómodo entre dos personas. No me acuerdo.

—Esto no es nada. Esta tarde estaba lleno de personas, todas con covid. Era un infierno

Ahí le respondí con otro de mis comentarios genéricos y vacíos.

—Es que la gente está cada vez más sacada; porque se están dando cuenta de todo…

El tipo se acercó un poco, siempre manteniendo la distancia, y susurra:

—Todo esto está mandando a hacer —apunta con el dedo índice para arriba, expresión para acusar a un poder superior.

Ahí estaba yo, esperando horas por un estudio, pero que por una extraordinaria coincidencia había entablado una desinteresada co
nversación con el empleado de seguridad de un sanatorio con pinta de saber muchísimas cosas sobre el mundo oculto de la medicina, los laboratorios y el covid, y que podía contestar, si jugaba bien mis cartas de tipo charlatán, algunas de las incógnitas que alimentaron tantas teorías conspirativas en esta la pandemia. Le hice pie para que siga hablando. Le solté algo parecido a “Se dice que lo mandaron a hacer (el virus)”.

—Por supuesto, si está todo orquestado —vuelve a hacer la seña apuntando al cielo.

Como la insinuación de Juan Carlos era tan ambigua como infinita de sujetos a los que uno podía referirse, lo apuré con un:

—Claros, los gobiernos…

Juan Carlos sonríe pero no porque le dio gracia sino como quien siente lástima de la persona ignorante con la que tiene que interlocutar. Dice un “No”, lo acompaña con su dedo índice, esta vez haciendo el gestito de negación y solo recién entonces vuelve a hablar.

—…seres interdimensionales.


Mulder y Scully, leyendo esta entrada antes de ir a buscar a Juan Carlos.

Hasta acá llegó la cruzada por la verdad.

Pero todavía no me llamaban para hacerme pasar al consultorio y Juan Carlos empezó a mostrar un brillo en los ojos que prometía más diálogos interesantes. Mas tarde me daría cuenta que mismo brillo en los ojos tienen también los psicópatas cuando divisan a su próxima víctima. Pero no me avivé en ese momento.

—Nos vigilan desde hace milenios. Porque somos su experimento. Esconden sus bases en el océano y tienen influencia en todos los líderes mundiales.

Yo seguí dando pie a este intercambio hermoso que estaba tiendo lugar en la puerta del hospital.

—Fabio Zerpa decía eso —dije.

Juan Carlos se volvió a sonreír. Me trató de pelotudo varias veces con esa sonrisa.

—Zerpa era un reptiliano, pero estaba peleado con los suyos; habló demasiado y por eso lo mandaron a matar los Illuminati.

Juan Carlos fue capaz de articular a Fabio Zerpa, reptilianos y los Illuminati en una sola oración. Oración que parecía sacada de un sueño húmedo del agente Mulder. No contento con esta tremenda revelación, prosiguió.

—El que era Illuminati, que yo lo conocí y —agregó Juan Carlos— que murió hace poco y tocaba muy bien, era el tipo este… Gustavo Cerati.

Qué otras incógnitas verdades escondía Juan Carlos, guardia nocturno de seguridad de un hospital de Ramos Mejía, nunca la sabré. Porque justo en ese momento, minutos antes de las 2 de la madrugada, la inoportuna muchacha detrás del escritorio anuncia mi apellido. Juan Carlos me dice que no haga caso, que están llamado a otro paciente, para que sigamos hablando pero me tengo que disculpar y lo dejo ahí (¿Sabía mi apellido? ¿Acaso quiso convencerme de que no caiga en las garras de los reptilianos que manejaban tras bambalinas este hospital? Misterios sin resolver).

Tu secreto esta a salvo conmigo, Gustavo.

Entro al consultorio del médico con la cara más rota del mundo. Un muchacho, bastante más joven que yo, seguramente exprimido hasta el límite, atendiendo quién sabe cuántos pacientes en su turno. Escucha mi caso y me manda unas placas (¿¿¿está contenta, señora esposa???). Otro largo rato esperando que me llamen de rayos. Pero Juan Carlos no estaba a la vista. Lo habrán llamado para que volviera a su planeta.

Cuando regreso a mi médico de la cara rota, ve mi radiografía y no dice nada. No sé ustedes, pero en mi opinión, cuando un médico no habla no es que está pensando y analizando lo que ve, sino en “¿y ahora cómo mierda le explico que se va a morir la semana que viene?”. Encima la radiografía es re botona; porque vieron ustedes que se puede ver desde los dos lados. La mía mostraba tremenda masa de algo blanco entre los pulmones. Que, a menos que un bollo de pizza se hubiera caído en la máquina mientras me hacían la toma, significaba que había algo ahí que no tenía que estar. Le pregunto si está todo bien. El tipo, con una prudencia médica que con el correr de los días me comenzó a hinchar un poco los huevos, me dice que puede ser algo que era así desde siempre, como una formación natural que vino de fábrica. Pero no me manda a casa sino a hacerme una tomografía. Ya mismo.

Ya para algún momento del martes por la madrugada me llaman, me hacen la tomografía. Vuelvo con el doc pero ya no está. Se habrá desvanecido de cansancio y lo tiraron a la calle de una patada. Lo reemplaza una chica, mucho más joven todavía que su colega de la cara rota, y dice, sin arriesgarse, que mejor hacer otra tomografía por la mañana pero esta vez con contraste. La apuro un poco, porque ya saltaban a la vista mis miedos:

—Y… puede ser que sea cáncer pero se va a saber bien con este otro estudio.

Recuerdo que me volví manejando a casa. Con el bocho lleno de ruido. Pensando en qué tenía hacer ahora, cuántos días me quedaban, cómo se lo decía a mi familia, puteando a los reptilianos y preguntándome dónde se habría ido Juan Carlos.


https://www.primerplanoonline.com.ar/video-ovni-en-moron/


 

 

Capitulo 2. La previa.

Al siguiente día, no. A las pocas horas, esa misma mañana, regresé al hospital. Esta vez acompañado de mi mujer. Me acababan de hacer una tomografía hacía apenas un rato pero ahora se tenía que repetir con algo más, con contraste.

El contraste es un líquido que te ponen en las venas para que lo que sea que tengas se revele mejor en la imagen. Bien pudiera ser la tinta de un resaltador amarillo flúor. Quien sabe. El estudio empieza igual que antes. Me acuestan en la camilla frente a un anillo gigante y la camilla, con vos arriba, pasa varias veces por el aro en una clara referencia al sexo. En eso, el operador exclama:

—¡Ahí va el contraste!

Tuve el súbito impulso de darme vuelta, pensando que el tipo estaba por lanzarme algo para que lo ataje. Pero no, significaba que el liquido este iba a comenzar a pasar por el cuerpo. Ya que, a diferencia de lo que pensaba, todavía no estaba circulándome en las venas.

De pronto siento un calor en la garganta. Bastante fuerte. Que viaja a las manos y casi al instante me llega a la barriga. Pero sigue bajando y a medida que baja se vuelve más intenso. Y llega al peor lugar que puede llegar. A los huevos. Y al hoyo del culo. Y ahí se queda. No se va. Se expande lentamente por la ingle y las nalgas. Un calor fuerte y bastante desagradable. Comencé a transpirar. Pero mal. No porque me doliera algo o me causara algún tipo de sufrimiento. Ojalá hubiera sido así.

“¡La puta madre!”, me dije para mis adentros. “Me cagué en la camilla del tomógrafo…”


    Cuando te mandan este estudio te alcanzan antes un fajo de hojas que tenés que leer y firmar. Yo no sé quién lo lee completamente, y más teniendo otros mambos en la cabeza. Recuerdo que me hicieron algo parecido, de darme papeles para firmar, 4 o 5 minutos después que nació mi hija. Y con los ojos vidriosos y las emociones estalladas, tuve que firmar algo que ni puta idea. (Probablemente a los doce años la vengan a buscar para formar parte de un grupo revolucionario indochino. Quien sabe). En esta oportunidad, así como al pasar, estaba bien explícito que el líquido tiene corticoides y eso te puede generar un ardor en los genitales. No me acordé. No leí. Esto es para hacer alguna crítica a este sistema en algún momento, pero al menos me puse muy contento de que en verdad no me había cagado sino que se me estaba calentando el upite por efecto químico.

—¿Dio bien la tomografía?

—La tenés que ver con tu médico.

Hacéte ortear, forro.

A final del día, tenía un tocho de estudios con resultados de malo para peor y nada más, sin saber la puerta de quién hay que tocar.

Tras algunos días más oscuros que la batalla final contra los caminantes blancos de Juego de Tronos, me pude asesorar con gente bien piola: algunos familiares y amigos, del palo de la medicina, pues claro, y me encaminaron bien con qué especialistas tenía que atenderme de ahora en más. Fue un período de transición en el que se aclararon muchas ideas en mi cabeza y me predispuse a hacer todo lo que tenía que hacer de mi parte.

El siguiente paso fue una biopsia. Yo no era muy habitué de los médicos y además era bastante ignorante en cuanto a la terminología hospitalaria. La palabra biopsia me traía a la mente lo que hacen esos médicos de la policía que abren los cuerpos de los asesinados para saber cómo es que los amasijaron. Eso es una autopsia. Pero las palabras son muy parecidas. Y el estudio medio que también.

Me abrieron el pecho, y me sacaron una muestra de lo que tenía. Todo esto para ponerle nombre a mi cáncer: linfoma de mediastino. Antes de todo esto, yo pensaba que detrás de las costillas estaban guardados los pulmones, el corazón y alguna cosa que otra más y que todas estas cosas estaban así nomás, como colgadas en el vacío. Pero no, resulta que están como alojadas en una especie de saco que se llama mediastino (si hay algún profesional informado del tema leyendo esto, por favor, no se cague de risa). El linfoma me apareció ahí. Y me dolía al respirar porque el linfoma tenía el tamaño de un pomelo y se había ganado el espacio dándole codazos a los pulmones.

Para la biopsia uno tiene que recurrir al quirófano. Es una cirugía bastante sencilla pero todo resultaba muy novedoso y me ponía ansioso. Me hicieron pasar a un vestuario, me alcanzaron el batín, unas medias del mismo material que el batín y la cofia (siendo pelado, este accesorio era al pedo y querían verme haciendo el ridículo, pos claro).

—Desvestite y sacáte todo.

—Todo todo?

—Todo

Yo no sé quien de ustedes alguna vez se puso ese batín de quirófano. Primero que nada, ya ponerte en bolas genera una vulnerabilidad para la que nada te prepara. Pero para ponerme el batín, sufrí la inseguridad máxima. El batín no es una bata, por lo que no se cierra por completo por más que te lo anudes. En mi primer intento me coloqué el batín con la abertura hacia adelante, lo que me cubría todo el cuerpo salvo por la discreta ranura frontal por donde se me asomaba completamente el amigo. La imagen era como a versión opuesta a la hojita de Adán, me cubría todo el cuerpo salvo el pingo.

Entendí, por cuenta propia, que me estaba poniendo el batín al revés. Me lo saqué y ahora sí dejé la abertura para atrás. La posición correcta no es mucho menos pudorosa, te deja expuesto al culo de la forma más llamativa posible. Yo creo que, si el paciente se paseara completamente en bolas, los demás no le buscarían ver el culo tanto como si usara este batín.

Que te costaba 15 cm más de tela,  
la concha de tu madre...
Con el batín colocado correctamente, la enfermera me condujo a un gabinete en la punta opuesta de la sala y yo fui dejando la imagen de mi ojete por unos quince o veinte metros repletos de enfermeras. Me hicieron tomar asiento en una camilla. Hice lo que pude para cerrarme el batín y no hacer contacto a culo desnudo con las sábanas. Desconozco si lo conseguí. De todas maneras fue en vano porque al rato una de las enfermeras se acerca con una silla de ruedas me invita a sentarme para conducirme al quirófano.

Más vergonzoso de que te vean el culo en batín es que tengan que apuntarle las nalgas a la persona que sostiene las manijas de la silla de ruedas. Pero no me importó nada en ese momento más que la intriga de saber la cantidad de personas que habrían apoyado el culo, sin intermediarios ni filtro de tela, en la misma silla en que me estaba sentando yo. La repugnancia me acompañó todo el viaje y se me fue recién con la anestesia.

Yo pensé que en un quirófano no tenía que haber muchas personas, por medidas de higiene y asepsia, pero acá de a poco se llenó de gente. Unos diez aparecieron seguro. Me enchufaron la anestesia y me caí en un agujero negro.

Cuando volví al mundo de los vivos, estaba otra vez en mi gabinete. Un montón de personas me habrán arrastrado o levantado desde la espalda y del culo desnudo de regreso para acá. Pero otra escena me llamo a atención. Le dan el alta a un paciente. Con la cabeza vendada al estilo de una momia. Luego le da el alta a una señora. Con el torso con compresas empapadas de sangre. Lo único en común que compartían es que ambos tenían calzón/bombacha.

Evidentemente a mí me quisieron ver el culo.


Hasta acá la primer parte de esta historia tan extrema y dramática.

¡Quedáte atento a la proxima entrada para enterarte si me morí o no!


 Como muchos de ustedes decidieron en la encuesta de instagram que toda esta crónica se publicara en dos partes, aquí les va la primera parte pero pronto se viene la segunda. Tranqui, que ya esta escrita. Voy a publicarla antes de esta Navidad, promesa de meñique.

Y si no te gusta que la haya partido, ¡hubieras votado! Para la próxima, ya que estás, podés seguime en Instagram (acá link), al Twitter si tenés Twitter (acá otro link) y a la página de Facebook (otro link más). Sí, si. Son todas las redes de mi perfíl de escritor. Así me compran el libro y puedo hacer el regalo de mi hijas este 24. Yo siempre aviso por las redes cuando publico nueva entrada acá pero es una muy buena idea la de que suscribas al blog asi te enteras antes que nadie y quedás muy bien con tus amigos.