martes, 14 de enero de 2014

La Hermandad de los Padres de Esperan










"Tomá. Hacé de padre"

Las cuatro palabras que dieron inicio al cronometro del rol más aburrido que los hombres cumplimos no una vez, sino muchas a lo largo de las temporadas de liquidaciones y cambios de estación.

"El padre que espera" es un miembro inútil de la sociedad cuya función es apenas más práctica que la de un auto o bicicleta estacionada. Por lo general permanece afuera de los locales de ropa sosteniendo bolsas de otros locales enemigos, perros de raza no demasiado masculinos o, como en mi caso particular reciente, el cochecito de mi hija,  criatura adjuntada.

Sucedió por última vez un sábado por la tarde. La consigna del paseo de compras era sencilla y acotada sólo a comprar un traje de baño que mi mujer usaría para las vacaciones. Estacioné sobre Córdoba y Scalabrini Ortiz. La primera traición a nuestro plan de compras se hizo presente cuando nos dispusimos a bajar del vehículo justo frente a una perfumería abarrotada de pañales. –Che, están baratos los pañales? – Si, compremos un par. Así que entramos.

El local era angosto y muy profundo. Casi un pasillo. Mostradores a la izquierda, y a la derecha. Un lugar apropiado para las mujeres que esperan apoyadas en el expositor como huelen tal o cual colonia. El corredor libre restante para el transeúnte queda así reducido al ancho de dos personas pegadas hombro con hombro. Una distancia problemática para maniobrar el cochecito de mi hija. Aún así me las apañé. Luego de abonar los pañales, resolví retroceder de espaldas varias decenas de metros hasta la salida. Una ingenua técnica que no resultaría efectiva en los locales que me aguardaban.

Reanudamos el viaje y nos dirigimos al primer local de ropa preseleccionado. Antes de entrar, el prólogo de la aventura son esas cuatro palabras que se quedan a medio camino entre el insulto y el pedido. “Tomá, hacé de padre”. Y antes de abandonarme a mi suerte en el abisal mundo de la compulsividad femenina, me abandera con su cartera, la cual  me carga al hombro. 

Al principio no lo vi llegar. Más tarde reconocí que justo en ese momento me iniciaba como Padre que Espera. Pero varias horas después, mientras me puse a escribir sobre el tema, me asombré al descubrir  que mi inclusión al triste clan había sido hace ya mucho tiempo. Coincidiendo en fecha con el primer paseo que hicimos como padre – madre – hija.

El ritual de comprar en las mujeres es más extenso y complejo que de los hombres. Miran varias veces las prendas, preguntan por otros talles además del suyo correspondiente y llevan al probador varias vestimentas más además de las que ya eligieron en su amplio criterio. Fiel al lógico comportamiento de su género, mi mujer hace lo propio. Pregunta donde están las mallas de su talle. Las manosea. Se queja de la cantidad que tienen. Pregunta si tienen más. Separa las que clasificaron para el mundial en el probador y se las prueba. Ese exhausto método no es para nada compatible con el acompañante de turno en el caso que sea éste varón. Existe un subgénero de masculinos que disfruta de esto y lo comparte y lo practica en sus compras cotidianas pero esa rara rama de “fanáticas del miércoles mujer” ha travestido el verdadero espíritu del hombre al comprar y vestir. Pero para el resto del mundo corriente y en especial los padres que cargan el cochecito de su hija en medio de un local de mallas de Córdoba al 5500 no es algo para nada atractivo.

Mientras mi mujer cumplía con su deber, yo me pasé los minutos corriendo el cochecito que estorbaba en cualquier lugar donde me ubicaba. Porque además las clientes (mujeres que son muy territoriales) no dan espacio al que espera pacientemente intentando no molestarlas en su hábitat. Una verdadera odisea. Porque además no hay lugar donde maniobrar el Ford Falcon en que se convirtió el cochecito de mi hija dentro de ese local lleno de mujeres. Varios años más tarde, mi mujer sale ofuscada porque no encontró la malla adecuada. Por increíble que parezca el mundial que se juega en el probador no tiene ningún ganador.

El segundo local redobla la apuesta. Un negocio de 30 metros cuadrados cuya dispocicón reducida e incómoda es tan molesta que te dan ganas de jugar un picadito en un balcón. El cochecito bloquea el 100% del paso y me granjea más de una mirada de vieja conchuda. Antes de que mi mujer rechace la propuesta de este local, yo ya me disponía en salir para dar mi lugar a otras personas que disfrutasen tal actividad. En el tercer local se me presentó la revelación prima de todo el credo de los Padres que Esperan. Tan concurrido estaba aquel sucucho más diminuto que el anterior que ni siquiera intenté ingresar. Permanecí afuera sosteniéndole el vasito de agua a mi hija. Un hombre esperaba a escasos metros de mí. Apoyaba el pie en la rueda de otro cochecito. ¡Un coche rojo que ya había visto antes!

Fue entonces que pude ver todo con claridad. Aquel cochecito rojo estaba vagando por la vereda de enfrente en la inútil tarea de esperar afuera de los locales. Pensando en culpar a la casualidad, revisé a mi alrededor buscando más evidencias. Apareció otro,  muy cerca también. Aquel hombre no era el supuesto dueño del local de mallas de Córdoba al 5500. ¡Era un padre sosteniendo la mano de su nena afuera de un local de indumentaria de bebés! Lo miré asombrado por el descubrimiento y sin querer me devolvió la mirada. Un gesto que encerró miles de palabras y me invitó a formar parte de aquel extraño clan: enarcó sus cejas y resopló. Me acababan de recibir los papás de la Hermandad de los Padres que Esperan.

Allí, detrás de mí, en el negocio de enfrente, en todo Palermo, en Avellaneda, Abasto, Dot, Las Flores y Mitre, la Salada y en cada lugar donde se concentren más de una docena de ropales de indumentaria femenina siempre, siempre hay un Padre que Espera. Un flashback recorrió mi mente. Me llevó a un recorrido reciente en Unicenter. Un padre me bromea en la puerta de un local de Mimmo: “Este es el tercer hijo que vengo por acá”.

No me ha pasado a mi todavía. Pero sé que si llegase a pasar el tiempo suficiente esperando en la vereda, en algún momento, un hermano de la Hermandad de los Padres que Esperan se acercaría y me ofrecería un mate, un cigarrillo, una medialuna o me contaría una anécdota para suavizar mi espera. Así funciona la hermandad. 

En medio de mi epifanía personal, una mujer parada en el umbral del local llama a viva voz: “¡Mariano! ¡Mariano!” Era una empleada del negocio la que transmitió el pedido de ayuda hacia afuera del local.
Mi mujer me solicitaba dentro. Había elegido una vasta cantidad para el nuevo mundial de probador y ahora requería de mi elección conformista. Las presentes eran innumerables. Transitar entre ellas fue lo mismo que evitar mojarse corriendo bajo la lluvia. Los probadores están siempre en el fondo así que tarde bastante en llegar. En el trayecto, mi hija fue ladrona de sonrisas y saludos. La elogiaron y acariciaron justo delante del cochecito impidiendo mi avance. Mi mejor cara de póker pasaba desapercibida. Aquello no era más que el saludo a una nenita simpaticona. Pero enceraba un contexto mucho más sombrío porque le daban la bienvenida a mi hija y la saludaban como futura colega de paseo de compras. Yo era un ser inadvertido pero lo bastante notorio como para joderme la vida
Hice mi tarea. Me porté como un nene bueno. Dije lo que me pareció y finalmente mi mujer se decidió por una malla. Pagué y nos retiramos. Al salir del local no miré a mis nuevos hermanos, pero sé que desde donde quiera que estuvieran, ellos me aplaudían con sus miradas festejando mi retorno.
Estaba abriendo el baúl del auto para cargar el cochecito, cuando una joven parejita pasó a mi lado. El hombre llevaba a una ternurita chiquitita dormida en su antebrazo. Justo cuando nos cruzamos le saludé con la cabeza. Me devolvió un saludo confundido. Se alejó seguramente tratando de pensar si me conocía de algún lado. Obviamente no. Algún día entendería que él también formaba parte de la Hermandad de los Padres que Esperan aunque todavía no lo sabía.