sábado, 14 de mayo de 2016

El día que los cumpleaños dejaron de ser divertidos.



«¿Y de qué carajo laburan estos?»

No pude evitar pensar cuando vi que no era el único papá que estaba esperando a su hija en la puerta de jardín.

Habían pasado días muy agitados desde la llegada de Pi. Todo había salido bien, por suerte. Y ahora me encontraba yo de licencia, en plena readaptación paternal. Sucede que desde hace unos días, en la casa reina una trinidad compuesta en su totalidad por mujeres. Puedo ver un horizonte, no muy lejos, donde se gestan tormentas de dimensiones apocalípticas, que susurran al viento FUUUU FIUUUUU cumpleaños de quince FUUUU FIUUUU períodos sincronizados FUUUU FIUUUUU papá venime a buscar a las 6 de la mañana FUUU FIUUUU. Pero bueno, por el momento, la cosa viene más sencilla.

Como no estoy yendo al trabajo, una de mis primeras actividades es la de despertar a la gorda para llevarla al jardín. Como me despierto usualmente hora, hora y media más temprano, despertar a la gorda no es tan pesado. Terminado el asunto del cambiado, desayuno y de castigar a mi hija con terribles peinados con colitas mal hechas, nos vamos para el jardín.

Bueno. La siguiente es una imagen muy extraña, Aunque llegue con varios minutos de antemano, siempre, pero siempre hay gente reunida delante de la puerta. Es una cosa de locos. Y no tienen apariencia de haber llegado recién, No están agitados de cargar a su hijo o hija con una mano y la mochila en la otra. Ni parecen haber olvidado algo y corriendo tuvieron que volver a buscarlo. Es como si llegaran a propósito al jardín sólo para hacer eso que se llamará "hacer puerta". Que viene a ser como un programa de chimentos en el que todxs son panelistas al intemperie.

Yo en la puerta del jardín esperando a mi hija.
La situación es un poco más radical todavía en el horario de la salida. Porque ahí, todos esperamos, paraditos bien cerca uno de otro a que salga nuestra hija/hijo. Los que hacen puerta están en su salsa, porque son muchas panelistas más. Se habla de todo. Desde la notita en el cuadernito, hasta el precio de los tomates. Pasando por la otitis del hermanito y por el pago de los holds out.

Y yo me quedo ahí. Paradito. Sin moverme. Con cara de "Por favor. No me miren. No conozco a nadie." Pero la gente en estos casos, como los perros, huelen el pánico. Siempre alguien, se me acerca, furtivamente y me apuñala con un saludo.    


- ¡Hola! ¿Cómo anda tu mujer?
- ¡Hola! Bien por suerte.
- ¿Y la beba?
- Bien también. Tomando la teta.
- Jeje. ¡Qué gorda hermosa que es! Vi la foto en el grupo.
- Si. Jeje.
- Bueno, decile a tu mujer que le mando un beso. Muac. Chau.
- Chau. Hasta luego.

Y ni puta idea de quien carajo era.
Yo en la puerta del jardín esperando a mi hija cuando vamos con mi mujer.

Pero ninguna salidita de jardín te prepara para ese día. Tan nefasto. El día en que mi nena sale con una tarjetita de colores brillantes en la mano. Mi hija recibe una invitación. 
Tiene un cumpleaños.
Y tengo que ir yo a acompañarla.

Cómo tenía que ser así y no de otro modo, llegamos tarde. Alguno dirá que fue mejor. Que fue media hora menos. Pero la verdad que fue lo peor que pudo pasar, porque todos me vieron entrar. Uno, que se quiere hacer el boludo y de repente ZAS, destacás como frenada en boxer blanco. 
Todos me vieron quedarme parado un rato sin saber que carajo hacer. Si iba al pelotero, si le sacaba la campera a la nena, si la acompañaba a la mesita de chicos... Porque el grupo ya estaba formado. Los panelistas estaban preparados, dispuestos y organizados hace rato, entablando hace media hora el orden del día.

Que me viene a hablar de grieta ni que grieta. 
No hay grieta más insondable que la que me separó en ese salón de fiestas.

Se me ocurrió una idea brillante.
-Anda al pelotero, papi - le digo a mi hija.
Le saqué las botas, rogando que el cierre se le haga mierda y tuviera que pasarme una hora tratando de descalzarla pero el muy maldito se deslizó como recién lubricado. Entonces, mi hija, traidora, me abandonó.
Las madres no se voltearon para verme ahí, parado como un imbécil, Pero yo allí estaba. Parado como un imbécil.
Me puse a vigilar a mi hija a través de la red. La pendeja se me perdió de vista a los treinta segundo entre toboganes y enanos extasiados por pelotitas plásticas de colores. Pero me quedé algunos minutos más. Fingiendo que la veía. Sin mirar a la mesa de las mamis. Pero utilizando mi visión periférica me di cuenta que mi más profundo terror se volvía cierto: en la larga mesa de padres, no había un sólo papá.

Para quien no haya tenido la experiencia de ser testigo de lo que sucede en un pelotero de niños, es más o menos como zona liberada. Los pendejos ahí dentro gozan de una zona franca donde portarse como el culo a rienda suelta. Porque el pibe sabe muy bien que los padres, al menos la mayoría, no pasamos por los obstáculos que los pibes sortean sin gran dificultad. Es la más terrible anarquía, como un ventanazo a la película El Señor de las Moscas. Es su oportunidad de portarse mal, su pequeña utopía, su momento en la Tierra de Nunca Jamás. Pero con redes, para que puedas verlo, impotente. Además las redes están hechizadas. Tus retos, tus amenazas y tus regaños no tienen el más puto efecto desde el otro lado. Sos como el perro que ladra del otro lado de la reja. Vos no tenés ningún poder en un pelotero. 

De pronto, me saludan de imprevisto, sin vaselina,
- ¡Hola! ¿Cómo estás?
- Ah, Hola. ¿Qué tal?
- Mirá; te podés acomodar por allá o si querés te podes sentar en esta mesa, acá, con mi familia.

En esa singular frase se desvelaron tres revelaciones. El primero era que se trataba de la mamá de la cumpleaños; mujer que unos minutos atrás le pasé por al lado sin saludar, y que seguramente quedé como el orto. El segundo es que aunque quería pasar desapercibido haciendo que miraba a mi hija, flotaba sobre mi cabeza un cartel de neón que decía HOLA SOY EL BOLUDO QUE LLEGUÉ RECIEN. Y tercero: que dándome a elegir entre sentarme con las mamás o con la familia de la cumpleañera era como dejarte decidir, al menos, con que calibre querés que te disparen en la bolas.

Elegí sentarme con las mamás.

Cómo no pude ser de otra manera. El único asiento libre ¿dónde podía estar? Exacto. Del otro lado. Porque se da una no muy reconocida ley que enuncia que en una tertulia de este género, la distancia y la accesibilidad al asiento libre más cercano es inversamente proporcional al grado de comodidad que sienta el sujeto de estar participando en ella. Así que saludando, con mi mejor cara de gozo, tuve que pasarle el ojete por la cara a una docena de mamis que muy tendidamente se agruparon en torno a un platito de pastafrola.
El platito de pastafrola me quedó eclipsado por el centro de mesa. Un centro de mesa en un pelotero. El grado de desubicación merece un capitulo aparte. Pero el muy hijo de puta se me obstaculizó toda la puta fiesta. Aparte se da una practica extraña. Nadie come en la fiestita. 

Claro. No es que nadie come. Ninguna MUJER come. Porque serán madres pero como toda mujer cargan con el miedo de ser prejuzgadas por ser la primera en manotear la tortita delante de posibles malpensadas. Así que la pastafrola quedó ahí, intacta, hasta el fin de fiesta.


Miré el reloj. Faltaba una hora. Sólo habían pasado cuarenta minutos desde mi llegada. En ese momento hubiera dado mi vida por un par de auriculares. Aunque en mi playlist solo tuviera el top five de Arjona.


Pasé quien sabe cuanto tiempo mirando el pelotero. No a mi hija. Mi hija cada tanto aparecía en mi rango de visión. Pero a esta altura, cualquier cosa que pasaba en el pelotero tenía más rating en mi atención que el ultimo episodio de la temporada de Game of Thrones. No pasa que, con el estómago retorcido del hambre, y venciendo esa férrea resistencia a pedir ayuda, estiro finalmente mi mano, sorteo el puto centro de mesa (Que era un florero plástico. Con flores plásticas. En un pelotero) y atrapo el pedazo más cercano de pastafrola.

Me toco el borde,
Y de batata,

- Te llama tu nena.

Me volteo. Todavía medio tumbado sobre la mesa, con la panza casi apoyada. Mi nena está llorando por no sé que carajo. Cuarenta minutos de mirar fijo el pelotero, arriesgándome a perder la vista en esa turbulenta y psicodélica combinación de colores bien convulsionantes para ser traicionado por un borde de pastafrola; en menos de tres segundos.

Media hora antes de la hora cero, sucede lo impensado. La mama frente a mí, se pone a amamantar.

Debería estar expreso en un protocolo lo qué carajo hay que hacer cuando alguien se pone a dar la teta en tu presencia. Porque como no sabés que hacer, ni qué decir, empezás a observar boludeces, la guirnalda que cuelga de la pared, la piñata, el piso, es igual que ver una escena de desnudo de una película cuando la ves con tu mujer.  Recurrís al celular temiendo a que algún hijo de puta mande en el grupo de whatsapp una foto de una mina en bolas. Nadie sabe como comportarse. Hay especialistas, miles de artículos, cientos de revistas de Ser Padres Hoy ¡y en ningún lado está explicado como zafar de una situación así! 

Alguien debería poner un poco de orden en este tema.

La llamada a la piñata es como la campana de fin de clases. Se dan los llantos de quien agarraron poco y el egoísmo de quienes no quieren compartir el botín. Se parte la torta. Y para mi sorpresa, las mamis comienzan a exiliarse rápidamente, Saludan y se rajan como si el último tuviera que limpiar. Yo tardo. Porque el cierre de la botita de mi hija, ahora sí se traba el muy hijo de puta. Saludo, de modo muy agradable a las pocas mamis que quedan y volvemos a casa.
El horario de regreso es re choto. Porque la cena ya pasó, y yo, que supuestamente vengo de un cumple sólo pude rescatar el borde una pastafrola de batata.

Voy a la heladera para ver que encuentro. Pero no llego a abrir la puerta.
Entre todo el terrible quilombo de boludeces que mi mujer pega en la heladera destaca un aviso aterrador. Es el equivalente infantil del video negro de La Señal. Una tarjeta, macabra, con motivos de Frozen.

La semana que viene mi hija tiene otra fiestita.



 

viernes, 22 de enero de 2016

Mis vacaciones de la tercera edad






Me resulta difícil relatar la reciente jornada en este blog que recopila algunas anti-aventuras porque al final de todo me di cuenta que no la pase mal.
Todo comenzó hace medio año. Cuando nuestras aspiraciones a irnos de vacaciones rozaban destinos turísticos bastante más costosos y en lugares cien veces más fantásticos. Como sabrán, dada la cada vez más abultada panza de mi mujer, los planes fueron “reorganizándose” a unas posibilidades más coherentes. Supongo que esta es una manera de explicar – y de justificar – el hecho de que he trabajado y planificado demasiado poco lo que íbamos a hacer en el verano. Excusas sobran, lo que no tenía era cara.

Sucedió que el viaje se devaluó, por así decirlo, y pasó de ser una estadía en la trillada nación azteca a una visita a la maravillosa, pacífica y recientemente redescubierta comarca de Costa del Este, en unas cabañas de ensueño. Cuando nuestro paseo llegó a si fin y le pregunté a mi mujer si las vacaciones – en pleno noviembre – le habían gustado, su respuesta fue levantar una ceja…

Finalmente decidimos tomarnos unas vacaciones como Dios manda, una en la que puedas descansar todo el día, que te cocinen, que te hagan la cama y que puedas poner los huevos a tostarse al sol sin que ninguna preocupación te hinche las pelotas. Y claro, acorde al bolsillo actual. Así fue que guiados por la buen opinión de mi mujer en viajes anteriores, pusimos rumbo a la empresa turística, que no voy a decir cual así que la llamaré Sol & Luna. Mis viejos hacen uso de sus servicios hace muchos años ya. Cuando me mostraban las fotos de sus vacaciones yo me burlaba. Las comparaba con las fotos de mis aventureras vacaciones en travesías de montañas insondables, navegando ríos indómitos en cañones ocultos, columpiándome en vacíos abisales sorteando mi vida a la resistencia de un arnés… ¿Y mis viejos? Sentados en reposeras a la vera de la pileta de Cocoon.

Elegimos Córdoba. Huerta Grande sería nuestro destino.

Pagamos mierda por una semana en un hotel doble pensión y micro. Y la sorpresa no se hizo esperar. El micro estaba colmado de viejos. El promedio de edad de la tripulación rondaría los 70 años. Y debo aclarar que no tengo nada contra la gente mayor; es la gente mayor la que tiene problemas contra todo y todos. Ya en la terminal, dispuestos a subir al micro, la gente mayor se apelotonaba, con desconfianza de hacer filas, creyendo que alguien va a robarle la butaca o que la pudieran dejar abajo. Subimos casi últimos, nos tocaron los asientos más adelantados del piso de abajo. Durante los primeros kilómetros me permití lanzar algunos chascarrillos que compartía en el grupo familiar de whatsapp. Pero con algunas cosas no se jode.    

Dos viejas, contiguamente sentadas, iniciaron su larga conversación para ponerse al día después de ponerse al día luego de no verse por tres o cuatro vidas.

- …el yerno de la Irma. Se fue, dejó todo y se fue.
- Nnnnnneeen (gemido de desapruebo) Se había puesto buen mozo.
- Y sí, cuchame, se había puesto flaco y todo. Rodrigo viste que dejado que era.
- ¿Te lo contó Irma?
- No, Irma no sabe. Sabes qué si se entera, no? No da para disgustos…

Nuestro coordinador se presenta. Un mozalbete llamado Tomás, al que la empresa le tenía bronca, seguramente. Nos saluda, nos explica que a media noche íbamos a parar en un parador a cenar y nos repartió unas medialunas para acompañar un cafecito que enseguida se puso a preparar.

Hormona Dominguez
En el piso se arriba una vieja se quejaba de que no le habían dado medialunas. Después de una interminable peregrinación al baño (el descenso por la escalera era tan dramática como una toma de rehenes en un banco) regresó a su butaca sin notar que el muchachito se la había dejado en el asiento. A cualquiera le puede pasar. Pero cualquiera se daría cuenta que se acababa de sentar sobre una canastita plástica con dos medialunas dentro. Esas pobres y torturadas medialunas quien sabe cuándo tiempo pasaron apresadas debajo de las expandidas caderas de la mujer a la que con mi señora llamamos Hormona Domínguez en homenaje al personaje de la película Metegol, una anciana travestida que se camuflaba en un equipo barrial de fútbol para pasar desapercibida.

Y comienza la odisea.  

Una señora, que viaja con tres amigas, pide que bajen el aire. Vestía una blusa de hilo. Martes. 22 hs. 29º de térmica. Es secundada por alguien dos asientos atrás. El aire acondicionado se apaga y lo ponen en ventilador. Empieza la película. Héroe de Centro Comercial 2.

- Que película de porquería – dice una de las viejas que hablaban del yerno de Irma.
- Está muy alto. ¡No se puede hablar!

El volumen de las teles comienza a oscilar según las exigencias de un público que no tenía a la misma graduación el auricular. Tomás recorre las pantallas para regular cada televisor independiente me. Termina la película y el micro se detiene minutos después en el parador. La misma efusiva carrera a la puerta se repite pero en sentido contrario. Un momento antes, para descender de la escalera o levantarse del asiento los viejos se tomaban una condenada eternidad; ahora los viejos, como si hubieran ingerido una sobredosis de 102 años plus, gozan de un juvenil lapsus de velocistas y compiten en alcanzar el baño del parador. Todos huyen del micro, salvo una señora. Muy mayor que elige quedarse adentro porque afuera “está feo”. Tomamos una gaseosa y volvemos al micro quince minutos antes de la hora de salir al ruedo nuevamente. La vieja, encerrada dentro del micro, buscaba el picaporte para salir del micro. Su marido, desde afuera la imitaba. Se gritaban a través del cristal.

- No lo encuentro.
- ¿Lo viste?
- ¿Lo viste vos?
- ¿Pero donde esta?
- ¡Qué si lo viste!
No se escuchaban.

Llegamos al hotel en cuestión, un hotel sindical de tantos que hay en esa parte de Córdoba. Mi mujer le pide una breve opinión a una chica que estaba por irse del hotel y que había venido por la misma empresa.
- Si, es re tranqui pero... – su rostro se torna gris - ...no pierdas de vista las reposeras.
Si fuera un diálogo de una película de terror, se habría iluminado el cielo por un dramático relámpago.

Cuestión que almorzamos, albóndigas y con puré (que amablemente le cedí a mi mujer) y nos tomamos una reparadora siesta. Despertamos a las 5:30, dispuestos a pasar por la pileta y comprendimos las aterradoras palabras de la piba: las reposeras estaban todas ocupadas; eran 5 reposeras para 70 vacacionistas. Cinco reposeras de esas largas, del estilo camastro, de las cuales los viejos no pueden levantarse por sí solos pero los ancianos suicidas las ocupaban todas. Todas las sombras del predio estaban ocupadas por viejecitas que se abrigaban para ir a la sombra.
Mientras me tiro a la pileta, se escucha de fondo una discusión. Una mujer, que no se alejaba de los 60 años discutía con el bañero, un muchachín de 20 años recién salido del horno, porque no le querían dar una reposera aquella familia que retenían 2. Había varias sillas plásticas, pero el escándalo era por la reposera.
Nos dieron la charla sobre las excursiones. Mi mujer quería que yo conociese “Los Cocos”. A mí me vendieron muy bien vendido la visita nocturna al castillo del conde Estevez.

Contratamos la de los Cocos y salimos.
Luego de un recorrido en combi que nos paseó por alguna que otra fábrica de alfajores, un dique y barios pueblitos terminamos en Los Cocos. Lugar afamado por los tradicionales viajes de egresados de colegios primarios. Lugar donde los mieleros se sacan esa célebre foto posando atrás de una luna en cuarto menguante. En fin, el paseo del parque es bonito. Y tiene un laberinto marcado con ligustrinas de metro y medio. Lo anecdótico de esta parte es que mi nena se mandó por un agujero en la ligustrina que la llevó al pasillo contiguo. Mi mujer se mandó por el agujero atrás de ella y a mí se me ocurrió la genial idea de “¡Yo la agarro del otro lado!” Un boludo. ¿Qué otro lado iba a tener un laberinto...? Sucedió que rápidamente mi mujer dio con la jodida de mi hija que corría cegándose de risa pero yo me perdí en un laberinto pensado para pibes. Los viejos con quienes compartimos la excursión, enfurecidos por nuestro retraso. Como si tuvieran algo que hacer los hijos de puta.

Pero lo más interesante del día sucedió esa misma noche.

Tuvo lugar aquella noche, después de la cena, un show humorístico que se llevaba a cabo en La Falda, a pocas cuadras del hotel. Dos camionetas alcanzaban a los que querían ir a verla y después los traían de regreso. Nos enteramos más tarde de que allí también hubo un breve aunque intenso altercado por la disponibilidad de asientos. Aquel grupito de cuatro amigas – la que se quejaba del aire en el micro era una de éstas – se disputaba unos asientos que pretendían reservarse con otra pareja. Nosotros nos quedamos y yo en particular me quedé haciendo lobby varias horas, libro en mano, tomándome un fernet.

Si, un fernet. Pagué 75 pesos por un vaso de fernet. Sólo porque me encontraba en la capital del fernet con cola. Tengo botella y media de fernet en mi casa que no tomo pero como todo buen argentino recibido en la academia del boludo, ahí, en el lobby del hotel se me cantaron ganas de tomar un fernet.

No va que, aproximadamente 2 de la mañana, cierro el libro y me pongo en camino a la habitación, que llega el contingente de los que fueron al show. Un señor  sube por las escaleras y de repente regresa tosiendo como un condenado, tropezándose con los escalones.

- ¡No se puede respirar! ¡Es terrible, se está quemando algo!
Su grito da la alarma a flaquito que se embolaba en su turno nocturno detrás del mostrador de la recepción. El flaquito sube corriendo. Detrás del flaquito, suben como tres boludos que fueron a comprobar si era verdad o mentira.  Bajan todos escupiendo los pulmones. “¡Fuego! Alguien haga algo por Dios!” gritaba una mujer. El lobby, minutos atrás desolado, se convulsionó.

Llegaron los bomberos. Llegaron ambulancias. Dos patrulleros de policía. Evacuaron las habitaciones. La gente bajaba con más cara de dormido que asustados. Los bomberos nos llevan a todos afuera. Digo a mí porque mi familia se había quedado en la habitación, en la otra punta del complejo donde no corrían peligro. Entonces un bombero acompaña a la vieja que había pedido apagar el aire en el micro, la vieja se desprende del abrazo del bombero y se sienta en el lobby lo mas campante.

- Ya está, ya está. Gracias eh.
- Señora vamos a despejar esta zona sí, acompáñeme que...
- Nooo mijo. Afuera el rocío me hace mal.
- ¡Venía a fuera Gra! – gritó una de sus amigas – Te va a hacer mal el humo.
- Acá está mejor que afuera. Vénganse que se van a enfermar.

Las otras tres, junto con Hormona Dominguez, quien consiguió adaptarse bien en esos días, regresaron adentro. El bombero puso los ojos en blanco y volvió a subir a ojo de la tormenta.

Hora y media más tarde descubrieron todos aquellos profesionales de la seguridad pública que nada se estaba quemando. Todo el quilombo había sido causado por un chorro de aerosol de pimienta disparado en un pasillo que no circulaba demasiado aire. Los del hotel se fijaron en las cámaras de seguridad y se encontraron que la señora de los 60 y tantos que se peleaba por las reposeras había tirado gas pimienta la muy hija de puta. Todo para vengarse del administrador del hotel con quien se había agarrado también aquella tarde. A la vieja la habían llamado la atención porque se mandó a hacer topless al costado de la pileta. Yo no la vi. Dios es sabio.

El administrador del hotel aprovecho el bardo para acusar a una del grupito de 4 amigas porque había colillas de cigarrillo en la habitación. La mujer, despechada, reaccionó acudiendo a que no podían revolver la intimidad de las habitaciones.

- ¿Pero usted no se da cuenta que pude iniciar una desgracia?
- ¡Esa no es razón para meterse en la vida de uno! ¿Dónde se vio?

Como se imaginarán todos, esa discusión la ganó la vieja. Es que las 4 viejas provenían del sector más temido de la sociedad, profesionales de los rincones más perturbadores de la comunidad: eran maestras. Maestras de la sub-especie más temible. Maestras y solteronas. Hasta ese momento, no me había percatado que las cuatro, y también Hormona más tarde, quizás, para pertenecer al equipo, trataban a nuestro coordinador como un hijo adolescente que merece ser enderezado a fuerza de indicaciones constantes.

Al día siguiente, todo el hotel seguía revolucionado por los hechos acaecidos recientemente. Algunos de entre los viejos que se hacían los más pendejos y lanzaban chanzas sugestivas decían que todavía no podían respirar con facilidad. Pero eran viejos que no habían subido, de la habitación al lado nuestra, donde ni se enteraron los residentes. Esa paranoia fue expandiéndose hasta el punto de que, días más tarde, una mujer que viajaba con su muy adulta madre le confiara a ésta que desde que habían tirado gas pimienta en el pasillo tenía la vista nublada.

A mí me habían convencido las palabras del cordobés que se nos ofreció las excursiones el día que llegamos. La excursión de los templarios la llamaba. La visita al castillo del Conde Estevez, noble catalán que huyó de España al ser perseguido por su membresía a los templarios masones. Se hacía de noche, después de la cena, en Capilla del Monte, un lugar de lo más místico del que se cuentan leyendas desde extraterrestres hasta ciudades subterráneas.

Para que decir que este tal Esteves no era conde, ni templario ni masón. Se trataba de una casona antigua, muy bonita por cierto, repleta de motivos españoles-moros. La administraba un tipo que se erotizaba con piedras y que de su cuello colgaba un gran pedazo de cuarzo. El administrador dio presentación al que sería nuestro anfitrión. Un tipo con sombrero cowboy y camisa naranja que le llegaba a las rodillas. El swami no sé qué carajo. Aplaudimos. Nos hizo pasar. Nos mostró los detalles de arquitectura, las columnas. Y ya desde el vamos se puso en el bolsillo al público sexagenario. Nos confesó que los mosaicos del exterior de la fachada estaban ungidos por hilos de oro para protección de los que ingresaban. Un segundo después, nos invitó a tocar los mosaicos y concentrarnos en algún deseo. Se puso a tocar una flauta y al final dijo que nuestro deseo será concedido…

Todas las habitaciones poseían instalaciones eléctricas, pero para la visita la única iluminación provenía de candelabros con velas rojas. Seguimos el paseo, atravesamos un despacho, un escritorio con fotos viejas, un salón que usaban de pequeño museo de piedras energéticas y al final se nos presentó el caramelito de oro de la excursión. Nos mostraron el altar ceremonial. Una piedra plana. Cuando el swami dijo que por sus “dos mil revoluciones” que midieron los expertos del instituto San Jerónimo de Buenso Ohosd Normando, dijo después que con sólo tocarlo sus energías sanaban de todo mal.
¿Para qué? Los viejos se abalanzaron como zombis al churrasco.

El resto de los días transcurrieron sin contratiempos de ninguna especie. Días de lo más apacible en los que sin darme cuenta fue adaptándome a las características del anciano contingente hasta el punto de hacer propias algunas de ellas.



No reniego de los abuelos del hotel. Son gente grande a fin de cuentas. Pero la comida… mmmmmpppfff… ¿sabés cuánto tiempo repetí esas albóndigas? Y no fueron sólo las albóndigas, todos los días te traían el agua fría. No era tan fría pero después de la noche del gas pimienta me dejó sensible, viste. A la que no le pasó nada era a la vieja que fumaba en la habitación, si ella fuma como un escuerzo. Para mí que dejó una colilla medio encendida en el tacho de basura y prendió humo. Dicen que era gas pimienta para que nosotros no nos quejemos. Y sí, es así nomás. La gente está cada vez más loca. Como la vecina de la esquina que todas las tardes, porque yo la veo viste, sale con el marid...