miércoles, 22 de diciembre de 2021

Crónicas Linfáticas Parte2





 

(Si llegaron acá y no leyeron antes la primera parte, se las dejó en el siguiente link  https://lavidasegunsaina.blogspot.com/2021/12/cronicas-linfaticas-parte1.html)

Capitulo 3: Exilio intermitente.

El tratamiento es muy fácil de explicar. Solo quimioterapia. Sin cirugía. Pero en tandas. Cinco días de internado, enchufado a la falopa, y quince en casa recuperando. Toda esa ronda se repita un total de seis veces. Listo. Pero previo al comienzo, me debían otro estudio más. Uno que se llama PET. Y es algo así a lo que quiere ser una tomografía cuando sea grande. Porque el método es parecido pero con algunos pasos más. Antes que nada tenés que ir con algunas horas de ayuno. Y cuando te presentas en el mostrador te dan otra vez ese block de hojas para que firmes y también una jarra loca de un liquido con toda la apariencia a meo, horrible como Gatorade de manzana tibio, con seis kilos de azúcar, y te lo tenés que tomar en media hora. “¡Que comience el juego!” diría Jigsaw.

Mientras espero a que me reciban veo a un grupo de mujeres que empujan un chango de elementos de limpieza. Al toque se oye un barullo y un par de enfermeros salen corriendo por los pasillos al grito de

—El viejito se cagó.

Estas escenas son bastante frecuentes en un hospital, así que no me extrañó mucho que pase algo así. Pero acuérdense de esto.

De inmediato te envían a un bunker. Sip. Un bunker. Medio raro todo. No me imaginaba para qué carajos era esa puerta enorme y gruesa. En eso se acerca la enfermera y me pincha la mano para ponerme una vía. Por donde van a meterme un revelador. Otro más. A esta altura yo ya era una bengala con piernas.

—Perdoná el retraso, estábamos esperando a que se desocupe un cuartito.

De pronto me doy cuenta que hay un olor re fuerte a desinfectante… y que en el suelo todavía no se seca el rastro de un trapo húmedo. Así que me vine a parar al cuartito que el viejo usó de baño químico.

La vía del brazo termina enchufada por el otro extremo a un bidón metálico blindado. La enfermera me recuerda que me tengo que tomar todo ese liquido feo y me muestra un intercomunicador en la pared por si necesito algo. Y que, ante cualquier cosa, haga señas a una camarita en el techo. Para no quedarme con la duda, le preguntó por qué el cuartito tenía pinta de bunker, por qué el tachito metálico y, ya que estaba, para qué ese delantal re grueso y pesado con el que se había aparecido.

—Es que el revelador es radioactivo y hay que llevar protección.

Y se fue nomas.

Me quedé tomando el Gatorade tibio, en un sillón bastante cómodo, mientras me mandaban ese coso radioactivo. Se me ocurrió en un momento acercarme al intercomunicador y preguntarle “¿Y qué tengo yo? ¿Venas de plomo, la puta que te parió?”. Pero la verdad que lo pensé un poco y medio que no tenía sentido preocuparse. ¿Qué me iba a hacer el radiactivo este? ¿Darme cáncer?

Algunas semanas más tarde, con todos los resultados de los estudios, varias extracciones de sangre y tras varias citas con la doctora que atendió mi caso comienza lo hardcore.

Ingreso al hospital por la parte de internaciones. No me tocaban compañeritos de cuarto así que la tele era para mi solito. Mi primera semana en el hospital se convirtió en una montaña rusa de sensaciones muy propias de nene en un parque de diversiones.

Salvo, quizás, por el caño que me mandaron en el cuello y me dejaron cocido para que no se me vaya por 5 días. Recuerdo bien que mientras me mandaban el caño por la yugular hasta casi el corazón, yo estaba con las manos atenazando el colchón de la camilla, el culo apretado por la impresión y veía de refilón las manos del enfermero manchadas de sangre cuando entonces entra un muchacho, ahí, re pancho por su casa, con el carrito de la comida y me pregunta si voy a comer;

—Hay pescado con mil hojas de papas.

Yo creo que esa escena de mi vida, al menos ese pedacito, me lo guionó Tarantino.

De tanto en tanto me inyectaban algo que me daba sueño y palmaba un buen rato en horarios re chotos. Y los corticoides en pastillas eran tan pero tan amargos que cuando me los tomaba hasta se le arrugaba el orto al paciente de la habitación de al lado.

Cuando lo pienso un poco, más que nene en parque de diversiones era nene en la casita del terror del Italpark.

Pero, ojo acá, en la tele alguien había dejado iniciado Netflix. Golazo de media cancha. La mala era que por cuestiones de covid había un extractor andando tan fuerte que no escuchabas ni lo que pensabas, menos la tele. Gol anulado. Pero tenía wifi. Y auriculares. Victoria por puntos. Y al final, con cincuenta canales a disposición, terminé viendo Animal Planet 24/7. Es increíble que una experiencia personal te hace empatizar con un grupo de hienas despedazando un Bambi.

Tras algunas horas de experimentar lo que sería mi nueva vida en esta sala, me agarré lo que voy a definir como “síndrome de celular cargando batería”. ¿Vieron lo incómodo que es tener que usar el celu mientras lo tenés enchufado a la pared? Bueno. Eso mismo: me tocaba ser el celular. Mi radio de acción era de tres metros, enchufado al que sería, con el correr del tiempo, mi buen amigo Changuito.

Changuito, Chango a veces, La Concha De Tu Hermana otras veces, era la máquina automática que me suministraba la falopa. Hacía ruidos sin ritmo ni constancia, sonaba una alarma cuando algo andaba mal y llamaba a la enfermera cuando se vaciaba. Muy piola Changuito. El tema es que, como toda convivencia, más de una vez estuvimos a punto de cagarnos a palos. Yo alguna que otra vez lo patee y él me quiso ahorcar con las vías alguna que otra noche mientras dormía. Diría que la nuestra fue una amistad tóxica. (Estoy a full).

El tema es que Changuito me mandaba varias cosas que me arreglaban por un lado pero me cagaban por el otro. Y hago mal en decir que me cagaba por el otro porque en realidad yo no cagaba por ningún lado. Había algo entre tanta cosa que me mandaban que me secaba como escupida de momia. Así que ese placer de evacuar y saberse uno renovado por dentro se me fue restringido. Una vuelta, de hecho, cuando todavía me negaba a que estuviera sequito de vientre, me pasé más de 40 minutos sentado sin hacer nada de nada. La enfermera venía cada tanto a la habitación para ver si seguía vivo, pero en una ocasión entró lo más campante al baño, para avisarme que me dejaba unas pastillas en la mesita. Ahí entendí, desnudo y sentado en el inodoro, que las viejas costumbres no se atañen a las enfermeras. Hubiera pagado cien mil pesos por un tope de puerta, pero tuve que contentarme con dejar la pata apretando la puerta desde aquel día mientras pugnaba por liberar lastre por popa.

Más tarde aprendería a aprovechar los tiempos y a garcar ni bien entre a cada internación. Casi casi como un rito de iniciación: saludaba a todos, me dejaba ensartar el cogote y antes de que la falopa empiece a rendir cuentas, pasar por el baño y dejar la vida y el alma en el reluciente inodoro recién desinfectado.

Casi todas las internaciones las pasé acompañado la mayor parte del tiempo. Eran días de covid y solo permitían un acompañante, sin visitas. Pero varias horas al día tenía la oportunidad de poder charlar con alguien. Salvo en la cuarta internación. Aquella vez fue en otra sala, en otro piso. En el piso de Trasplante los protocolos eran por mucho más exigentes y ahí no podía pasar nadie. Ni acompañante. Quienes querían verme, me podían llamar por el tuno en la pared y verme por la ventana. “¿A quién maté que me pusieron acá?”. Recuerdo que durante esa semana miré mucho "Guerra de Containers", ese programa que unos yankees abren containers incautados en el puerto y se fijan que hay dentro. Supongo que en esta internación tan de claustro estaba empatizando no con las presas de una manada de hienas sino con las cajas llenas de polvo encerradas en un container olvidado.

Temaiken
La experiencia resultó interesante los primeros segundos. Hasta que me enchufaron y me mandaron, además, unos corticoides que me ponían al taco. Me hacían transpirar. Y no sé por qué razón, si es que había otra cosa más o si fueran dosis más fuertes, pero empecé a tener ansiedad. Esto sucedió en la cuarta internación, cuando ya estaba bastante acostumbrado al aislamiento. Es verdad 
que ahora estaba solo y ni siquiera podía ver por la ventana hacia el exterior. Empecé a sentirme encerrado, pero mal, eh. Es gracioso porque siempre estuve encerrado, pero yo qué sé. De pronto me acordé que si no cagaba ahora no cagaba en 5 días. Así que fui al baño, hice pasar a Chaguito, que para estas alturas ya nos hacíamos compañía toda situación por más escatológica que sea, y entonces sucadió el horror.

Por culpa de todos los cables y las vías, no podía cerrar la puerta del baño, así que me ubiqué en el trono, de frente a la puerta, abierta de par en par por necesidad. El paisaje desde mi perspectiva era la de mi pieza y más allá la ventana abierta de la habitación, viendo a todos los transeúntes pasar por el pasillo. Básicamente si alguien se volteaba a un costado, de distraído nomás, iba a ver a un pobre tipo, tratando de cagar con la puerta abierta. No desnudo. Peor; en batín.

Recé a Dios y todos los santos para que no aparezca ninguna enfermera en la habitación y traté de moverme lo menos posible para que desde el otro lado de la ventana no le llamara la atención a nadie. ¿Tuve éxito? Digamos que fifty fifty. Porque sí se apareció una enfermera pero en este piso, por cuestiones sanitarias, cada vez que entraba una, se tenía que lavar las manos en una bacha y eso me dio tiempo para cerrarme el ridículo batín antes de volver a pasar más vergüenza. Sin embargo hay que aclarar algo: esta habitación, además de tener mas restricción de visitas, contaba con una bacha para higienizarse y unos cuantos armarios. Cada vez que alguien entraba, se tenía que lavar bien las manos. ¡A la hora que sea! El chorro de agua chocando contra la chapa de inoxidable a las 3 de la mañana es peor que la alarma para ir a laburar.

Como se dijo, eran 5 días adentro y 15 afuera. Los días que cumplía prisión domiciliaria pasaron sin muchas novedades. Para señalar por señalar nomás, puedo mencionar que los efectos de la quimio te trastornan los sabores, porque uno medio que elimina todo eso por las glándulas salivales o las papilas gustativas o algo así y todo tiene gusto a mierda y a cartón. Eso, ay, fue terrible. Podías estar comiendo asado pero te daba la impresión que masticabas el tapizado de la silla. Y aunque podía comer muchas cosas, no tenía permitido verduras ni frutas crudas, o fiambres. ¡Mi reino por una picada! Bueno, está bien, una manzana, por lo menos... De todos modos no tenía mucho sentido, porque se me hacía agua la boca por un sanbuchito de crudo y queso pero si lo comía seguro que le encontraba un sabor horrible. Salvo por eso, no hubo gran cosa. Algunos dolores hacia el final del tratamiento, pero nada grave. ¡AH! ¡Cómo olvidar los heladitos de agua de Grido! Era lo único a lo que le encontraba sabor. Habrá quien diga que son puro agua con químicos y conservantes. Y tendrá razón. Pero a esas alturas ya me mandaban toda la tabla periódica por las venas así que los helados de Grido eran tan naturales para mí como jugo recién exprimido de las naranjas de mi huerto.

No. No tengo naranjas en mi huerto. Y no tengo huerto.

Pero la libertad inconsciente de manejarse a diario por mi casa, de subir y bajar escaleras sin cables ni vías, era impagable. Por lo menos al principio. Porque después me convertí en el señor Burns y la escalera de mi casa era el Everest. 

Es que, a veces, mi aislamiento dentro del aislamiento de todo el mundo era un poco carcelario. Pienso en esto, ya a lo lejos, y en la similitud de algunas costumbres que fuimos teniendo. Como la de mi mujer, que me traía cajas de Garotos para las enfermeras que me cuidaban. Una suerte de soborno. Caí en la cuenta de esto la vez que una de las enfermeras con la que habíamos pegado onda me trajo de contrabando dos helados de agua. No sé de dónde lo sacó ni lo sabré jamás. Esos pecados no se confiesan.


     La falopa se fue poniendo más intensa con cada internación pero se había agilizado el tema de mandarme caña por el cuello. A partir de la tercera internación me colocaron un catéter, que es como una mochila de baño muy chiquita injertada bajo la piel del pecho pero que te evita que venga Vlad el Empalador cada vuelta.

Onda que ahora ya tenía puesto un puerto USB. Me mandan una aguja, sencillita, un pinchacito y listo el asunto. Una boludez. A parte re practico. Me lo pusieron en un quirófano y tuve que pasar por lo mismo que antes. Pero esta vez me dejaron conservar los calzoncillos. Se ve que antes tuve que pagar derecho de piso. O quizás, como ya me conocían el culo…

Ahora medio que me hincha los huevos un toque, porque todavía no me lo sacaron para cuando estoy escribiendo esto, cada 3o días le tengo que hacer un service y arruina mi silueta esbelta y torneada.

Nah. No les voy a mentir.

En el fondo, es que me hace acordar a Changuito…  

 

Nunca olvidaré nuestras charlas a deshoras, hermano,


CAPÍTULO 4: ¡Por lo menos ya no tenías pelo jajajsjdafafaefeaff!

Cuando notas que se te cayó
TODO el pelo, hasta las cejas...
El lado B del tratamiento es, en verdad, el lado que ven todos. Y es que te caga un poco a palos tanto químico ingerido día tras día. Más allá de que convertía mis heces en canto rodado, la otra consecuencia significativa resultó en que se fue cayendo el pelo. Hay que hacer una aclaración. Mi bocha ya estaba full lampiña. Pero porque solía mandarme un giletazo semanal y me quedaba lisa como cáscara de huevo. Si no lo hacía a menudo empezaba a ganarme la textura de un durazno, luego la de un kiwi y al final la de un coco: el pelo me seguía creciendo. Salvo, claro, atrás. Donde está emplazado el helipuerto. Pero pelo todavía tengo. Soy calviño por elección estética. Sin prestarle atención, un día X del tratamiento dejé de sentir que necesitaba afeitarme la bocha. Y para la segunda internación, empezaban a aparecer mechones de barba sueltos, agarrados del barbijo... Hice lo que pude para mantenerlos en su lugar, dejé de pasarme la afeitadora, evitar roces y eso. Pero todo fue inútil.


...pero eras pelado de antes...
Ay, que dolor aquel. Yo tengo barba desde hace muchos años ya. No muy larga, porque me jode. Pero no me afeitaba tipo baby face por lo menos desde el 2017. Año en que me disfracé de Krilin en para una fiesta y eso fue una vez. Y ahora no había ninguna fiesta. Horrible. Peeeeeeero también se me cayó el pelo de todo el cuerpo. Las cejas y las pestañas se me cayeron y sí, me había convertido en el doble oncológico de Bruce Willis para Duro de Matar 5. Ya cuando McKlein está reventado por la edad y en alguna escena en que lo hayan cagando bien a trompadas. Pero sin bello corporal estaba bastante más cómodo, tengo que confesar. Más “aerodinámico”. Sumado a que era invierno y la quimio hacía que no transpirara naturalmente, era una tranquilidad.

Todo esto para decir que no tenía la necesidad de bañarme todos los días. Listo. Lo dije.

Y la otra baja de guerra fue una en particular que nunca noté. Sino que me la hicieron notar. El culo me había abandonado. Para ser franco, no es que en ese estado actual (de ese momento me refiero, me estoy haciendo quilombo con las referencias) haya sido especialmente sensual a la vista. Pero cuando mi mujer me dijo — Che, se te fue el orto —medio que se me hizo una arruga ahí en el ánimo. Pero ¡Ey! Recuperé banda de pantalones. Tenía archivados unos cuantos pantalones cargo que dejé de usar en el 2010 más o menos y ahora me los pongo para jugar a que soy un viajero en el tiempo que vengo del pasado. Los guardo para estar a la moda en algunos años.

...y te ahorraste miles en la tira de cola.
Lo cierto es que había bajado mucho de peso. En los últimos meses lo de los sabores empeoró, la falopa ya era muy fuerte y me causaba llagas en la garganta que no me dejaban comer. Así que viví un tiempo a caldo y Ensure. Llegué a 74 kilos. ¡EN TU CARA NUTRICIONISTA! ¡MIRA DE QUIEN TE BURLASTE! Pero ya recuperé bastante peso, hago ejercicio, mucha bici, mucha área deportiva de la plaza y volví con la gallega forra esta que grita ¡yo puedo con todo todo toooodo todo! El pelo me volvió aunque se tomó su tiempo el muy guacho. Las pestañas me fueron apareciendo muy de



a poquito y al principio parecía que me delineaba los ojos. Igual que las cejas.

Y me volvió el ojete.

Recordaré su ausencia cuando llegue el día de volver a ponerme el batín, si es que tiene que llegar, pero enarbolando los glúteos desnudos con orgullo.

 

 

 

EPILOGO. Eternas conclusiones de una mente sin linfomas.

Quisiera decir que toda esta experiencia me volvió un ser de luz y ahora voy a dedicar mi vida a dar charlas TED en el encuentro intercontinental bimestral del sindicato del sarasa. La verdad que no. Porque yo no la pasé tan mal de a de veras. O sea. Tuve días en los que hubiera preferido, no sé, pedir el plato especial del menú de Yiya Murano. Claro que sí. Pero en el fondo yo siempre estuve muy cuidado y protegido. No tuve mi paso por el oscuro túnel boulevar Victor Sueiro ni una vivencia trascendental capaz de sorprender al mismísimo Juan Carlos, vigilante nocturno que conocía al reptiliano Cerati. Pero tuve la compañía de mucha gente. De mi mujer, mis hijas, hermanos padres suegros cuñados amigos compañeros colegas y otras personas que el tiempo parecía haberlas olvidado y sin embargo dieron el presente cuando la cosa estaba más que turbia. Me quedo con eso.

Ahora dedico mis horas a estar presente en el momento. Que es básicamente no andar en piloto automático. Ordenando un poco las prioridades, no preocupándome por boludeces y tratando de vivir la vida que me gusta vivir. No vengo a ponerme serio acá ni dar clases a nadie. Pero si llegaste hasta acá, sabé que pasé esos días pensando en escribir esta entrada del blog para que te arranque alguna sonrisa. Y ese propósito me ayudó a pasar alguna que otra mierda en el camino. Así qué a vos, que lees esto cada tanto, también te digo gracias.

Disculpen este lapsus sentimentaloide. No vuelve a pasar. No vengo acá a filosofar ni encontrar las verdades universales de la vida. Ya lo hago en la intimidad de mi baño, desde que volví a cagar con naturalidad.

martes, 14 de diciembre de 2021

Crónicas linfáticas Parte1

 


Capítulo 1: La verdad está ahí afuera.

El 22 de febrero pasaban 2 cosas muy fuleras. La primera fue que era lunes. La segunda fue que en esa noche de lunes estaba yendo al hospital a que me hagan un par de placas y así mi mujer me dejaba de joder.

Sucedió que el día anterior me fulminó un trote de 3 cuadras. Ok. No soy ningún atleta, pero por esos días nos estábamos poniendo en forma con los videos de youtube de una gallega con complejo de hámster y que se la pasa diciendo arengas como “nadie dijo que sería fácil”, “¡dale caña!” y “¡yo puedo con todo todo todo todoooo todo!” (SPOILER: No se puede con todo, master of the life). Por lo que no era muy lógico que no pueda correr tres cuadras. Cansada de mis quejas constantes, muy atinada y con sumo tacto, mi mujer me propuso

—¿Por qué no vas a que te hagan una radiografía y te dejás de romper los huevos?

A las 10 de la noche cruzaba las puertas vidriadas del hospital. Pasaron unos cuantos lustros de aquel día pero si hacen memoria van a recordar que la gente estaba en el pico máximo de la paranoia del año 2021. La sala de espera merece una entrada aparte, pero voy a tratar de resumirla lo más brevemente posible.

Me tomaron el turno a las 10 pero me hicieron pasar a las 2am del siguiente día. Durante ese momento se vieron algunos eventos medio tensos con otros pacientes que, con covid, decían, estaban esperando desde muy temprano. Eso me llevó a esperar mi turno fuera de la sala y fuera del hospital. Prácticamente en la vereda. Ahí conocí a “Juan Carlos”, vamos a ponerle. Por que nunca supe el nombre de este ser tan extraordinario y se merece por lo menos un bautismo para esta historia. Juan Carlos era el guardia de la entrada pero no tenía pinta de guardia. Más bien de alguien random hecho pija por las horas de trasnochado. Durante una discusión entre un paciente y la señorita del mostrador, las miradas de Juan Carlos y la mía se cruzaron y, al día de hoy, no sé por qué se me ocurrió hablarle. Menos mal que lo hice. Yo le dije algo como “qué loca que está la gente” o algún comentario de ese estilo que decís solo cuando te molesta el silencio incómodo entre dos personas. No me acuerdo.

—Esto no es nada. Esta tarde estaba lleno de personas, todas con covid. Era un infierno

Ahí le respondí con otro de mis comentarios genéricos y vacíos.

—Es que la gente está cada vez más sacada; porque se están dando cuenta de todo…

El tipo se acercó un poco, siempre manteniendo la distancia, y susurra:

—Todo esto está mandando a hacer —apunta con el dedo índice para arriba, expresión para acusar a un poder superior.

Ahí estaba yo, esperando horas por un estudio, pero que por una extraordinaria coincidencia había entablado una desinteresada co
nversación con el empleado de seguridad de un sanatorio con pinta de saber muchísimas cosas sobre el mundo oculto de la medicina, los laboratorios y el covid, y que podía contestar, si jugaba bien mis cartas de tipo charlatán, algunas de las incógnitas que alimentaron tantas teorías conspirativas en esta la pandemia. Le hice pie para que siga hablando. Le solté algo parecido a “Se dice que lo mandaron a hacer (el virus)”.

—Por supuesto, si está todo orquestado —vuelve a hacer la seña apuntando al cielo.

Como la insinuación de Juan Carlos era tan ambigua como infinita de sujetos a los que uno podía referirse, lo apuré con un:

—Claros, los gobiernos…

Juan Carlos sonríe pero no porque le dio gracia sino como quien siente lástima de la persona ignorante con la que tiene que interlocutar. Dice un “No”, lo acompaña con su dedo índice, esta vez haciendo el gestito de negación y solo recién entonces vuelve a hablar.

—…seres interdimensionales.


Mulder y Scully, leyendo esta entrada antes de ir a buscar a Juan Carlos.

Hasta acá llegó la cruzada por la verdad.

Pero todavía no me llamaban para hacerme pasar al consultorio y Juan Carlos empezó a mostrar un brillo en los ojos que prometía más diálogos interesantes. Mas tarde me daría cuenta que mismo brillo en los ojos tienen también los psicópatas cuando divisan a su próxima víctima. Pero no me avivé en ese momento.

—Nos vigilan desde hace milenios. Porque somos su experimento. Esconden sus bases en el océano y tienen influencia en todos los líderes mundiales.

Yo seguí dando pie a este intercambio hermoso que estaba tiendo lugar en la puerta del hospital.

—Fabio Zerpa decía eso —dije.

Juan Carlos se volvió a sonreír. Me trató de pelotudo varias veces con esa sonrisa.

—Zerpa era un reptiliano, pero estaba peleado con los suyos; habló demasiado y por eso lo mandaron a matar los Illuminati.

Juan Carlos fue capaz de articular a Fabio Zerpa, reptilianos y los Illuminati en una sola oración. Oración que parecía sacada de un sueño húmedo del agente Mulder. No contento con esta tremenda revelación, prosiguió.

—El que era Illuminati, que yo lo conocí y —agregó Juan Carlos— que murió hace poco y tocaba muy bien, era el tipo este… Gustavo Cerati.

Qué otras incógnitas verdades escondía Juan Carlos, guardia nocturno de seguridad de un hospital de Ramos Mejía, nunca la sabré. Porque justo en ese momento, minutos antes de las 2 de la madrugada, la inoportuna muchacha detrás del escritorio anuncia mi apellido. Juan Carlos me dice que no haga caso, que están llamado a otro paciente, para que sigamos hablando pero me tengo que disculpar y lo dejo ahí (¿Sabía mi apellido? ¿Acaso quiso convencerme de que no caiga en las garras de los reptilianos que manejaban tras bambalinas este hospital? Misterios sin resolver).

Tu secreto esta a salvo conmigo, Gustavo.

Entro al consultorio del médico con la cara más rota del mundo. Un muchacho, bastante más joven que yo, seguramente exprimido hasta el límite, atendiendo quién sabe cuántos pacientes en su turno. Escucha mi caso y me manda unas placas (¿¿¿está contenta, señora esposa???). Otro largo rato esperando que me llamen de rayos. Pero Juan Carlos no estaba a la vista. Lo habrán llamado para que volviera a su planeta.

Cuando regreso a mi médico de la cara rota, ve mi radiografía y no dice nada. No sé ustedes, pero en mi opinión, cuando un médico no habla no es que está pensando y analizando lo que ve, sino en “¿y ahora cómo mierda le explico que se va a morir la semana que viene?”. Encima la radiografía es re botona; porque vieron ustedes que se puede ver desde los dos lados. La mía mostraba tremenda masa de algo blanco entre los pulmones. Que, a menos que un bollo de pizza se hubiera caído en la máquina mientras me hacían la toma, significaba que había algo ahí que no tenía que estar. Le pregunto si está todo bien. El tipo, con una prudencia médica que con el correr de los días me comenzó a hinchar un poco los huevos, me dice que puede ser algo que era así desde siempre, como una formación natural que vino de fábrica. Pero no me manda a casa sino a hacerme una tomografía. Ya mismo.

Ya para algún momento del martes por la madrugada me llaman, me hacen la tomografía. Vuelvo con el doc pero ya no está. Se habrá desvanecido de cansancio y lo tiraron a la calle de una patada. Lo reemplaza una chica, mucho más joven todavía que su colega de la cara rota, y dice, sin arriesgarse, que mejor hacer otra tomografía por la mañana pero esta vez con contraste. La apuro un poco, porque ya saltaban a la vista mis miedos:

—Y… puede ser que sea cáncer pero se va a saber bien con este otro estudio.

Recuerdo que me volví manejando a casa. Con el bocho lleno de ruido. Pensando en qué tenía hacer ahora, cuántos días me quedaban, cómo se lo decía a mi familia, puteando a los reptilianos y preguntándome dónde se habría ido Juan Carlos.


https://www.primerplanoonline.com.ar/video-ovni-en-moron/


 

 

Capitulo 2. La previa.

Al siguiente día, no. A las pocas horas, esa misma mañana, regresé al hospital. Esta vez acompañado de mi mujer. Me acababan de hacer una tomografía hacía apenas un rato pero ahora se tenía que repetir con algo más, con contraste.

El contraste es un líquido que te ponen en las venas para que lo que sea que tengas se revele mejor en la imagen. Bien pudiera ser la tinta de un resaltador amarillo flúor. Quien sabe. El estudio empieza igual que antes. Me acuestan en la camilla frente a un anillo gigante y la camilla, con vos arriba, pasa varias veces por el aro en una clara referencia al sexo. En eso, el operador exclama:

—¡Ahí va el contraste!

Tuve el súbito impulso de darme vuelta, pensando que el tipo estaba por lanzarme algo para que lo ataje. Pero no, significaba que el liquido este iba a comenzar a pasar por el cuerpo. Ya que, a diferencia de lo que pensaba, todavía no estaba circulándome en las venas.

De pronto siento un calor en la garganta. Bastante fuerte. Que viaja a las manos y casi al instante me llega a la barriga. Pero sigue bajando y a medida que baja se vuelve más intenso. Y llega al peor lugar que puede llegar. A los huevos. Y al hoyo del culo. Y ahí se queda. No se va. Se expande lentamente por la ingle y las nalgas. Un calor fuerte y bastante desagradable. Comencé a transpirar. Pero mal. No porque me doliera algo o me causara algún tipo de sufrimiento. Ojalá hubiera sido así.

“¡La puta madre!”, me dije para mis adentros. “Me cagué en la camilla del tomógrafo…”


    Cuando te mandan este estudio te alcanzan antes un fajo de hojas que tenés que leer y firmar. Yo no sé quién lo lee completamente, y más teniendo otros mambos en la cabeza. Recuerdo que me hicieron algo parecido, de darme papeles para firmar, 4 o 5 minutos después que nació mi hija. Y con los ojos vidriosos y las emociones estalladas, tuve que firmar algo que ni puta idea. (Probablemente a los doce años la vengan a buscar para formar parte de un grupo revolucionario indochino. Quien sabe). En esta oportunidad, así como al pasar, estaba bien explícito que el líquido tiene corticoides y eso te puede generar un ardor en los genitales. No me acordé. No leí. Esto es para hacer alguna crítica a este sistema en algún momento, pero al menos me puse muy contento de que en verdad no me había cagado sino que se me estaba calentando el upite por efecto químico.

—¿Dio bien la tomografía?

—La tenés que ver con tu médico.

Hacéte ortear, forro.

A final del día, tenía un tocho de estudios con resultados de malo para peor y nada más, sin saber la puerta de quién hay que tocar.

Tras algunos días más oscuros que la batalla final contra los caminantes blancos de Juego de Tronos, me pude asesorar con gente bien piola: algunos familiares y amigos, del palo de la medicina, pues claro, y me encaminaron bien con qué especialistas tenía que atenderme de ahora en más. Fue un período de transición en el que se aclararon muchas ideas en mi cabeza y me predispuse a hacer todo lo que tenía que hacer de mi parte.

El siguiente paso fue una biopsia. Yo no era muy habitué de los médicos y además era bastante ignorante en cuanto a la terminología hospitalaria. La palabra biopsia me traía a la mente lo que hacen esos médicos de la policía que abren los cuerpos de los asesinados para saber cómo es que los amasijaron. Eso es una autopsia. Pero las palabras son muy parecidas. Y el estudio medio que también.

Me abrieron el pecho, y me sacaron una muestra de lo que tenía. Todo esto para ponerle nombre a mi cáncer: linfoma de mediastino. Antes de todo esto, yo pensaba que detrás de las costillas estaban guardados los pulmones, el corazón y alguna cosa que otra más y que todas estas cosas estaban así nomás, como colgadas en el vacío. Pero no, resulta que están como alojadas en una especie de saco que se llama mediastino (si hay algún profesional informado del tema leyendo esto, por favor, no se cague de risa). El linfoma me apareció ahí. Y me dolía al respirar porque el linfoma tenía el tamaño de un pomelo y se había ganado el espacio dándole codazos a los pulmones.

Para la biopsia uno tiene que recurrir al quirófano. Es una cirugía bastante sencilla pero todo resultaba muy novedoso y me ponía ansioso. Me hicieron pasar a un vestuario, me alcanzaron el batín, unas medias del mismo material que el batín y la cofia (siendo pelado, este accesorio era al pedo y querían verme haciendo el ridículo, pos claro).

—Desvestite y sacáte todo.

—Todo todo?

—Todo

Yo no sé quien de ustedes alguna vez se puso ese batín de quirófano. Primero que nada, ya ponerte en bolas genera una vulnerabilidad para la que nada te prepara. Pero para ponerme el batín, sufrí la inseguridad máxima. El batín no es una bata, por lo que no se cierra por completo por más que te lo anudes. En mi primer intento me coloqué el batín con la abertura hacia adelante, lo que me cubría todo el cuerpo salvo por la discreta ranura frontal por donde se me asomaba completamente el amigo. La imagen era como a versión opuesta a la hojita de Adán, me cubría todo el cuerpo salvo el pingo.

Entendí, por cuenta propia, que me estaba poniendo el batín al revés. Me lo saqué y ahora sí dejé la abertura para atrás. La posición correcta no es mucho menos pudorosa, te deja expuesto al culo de la forma más llamativa posible. Yo creo que, si el paciente se paseara completamente en bolas, los demás no le buscarían ver el culo tanto como si usara este batín.

Que te costaba 15 cm más de tela,  
la concha de tu madre...
Con el batín colocado correctamente, la enfermera me condujo a un gabinete en la punta opuesta de la sala y yo fui dejando la imagen de mi ojete por unos quince o veinte metros repletos de enfermeras. Me hicieron tomar asiento en una camilla. Hice lo que pude para cerrarme el batín y no hacer contacto a culo desnudo con las sábanas. Desconozco si lo conseguí. De todas maneras fue en vano porque al rato una de las enfermeras se acerca con una silla de ruedas me invita a sentarme para conducirme al quirófano.

Más vergonzoso de que te vean el culo en batín es que tengan que apuntarle las nalgas a la persona que sostiene las manijas de la silla de ruedas. Pero no me importó nada en ese momento más que la intriga de saber la cantidad de personas que habrían apoyado el culo, sin intermediarios ni filtro de tela, en la misma silla en que me estaba sentando yo. La repugnancia me acompañó todo el viaje y se me fue recién con la anestesia.

Yo pensé que en un quirófano no tenía que haber muchas personas, por medidas de higiene y asepsia, pero acá de a poco se llenó de gente. Unos diez aparecieron seguro. Me enchufaron la anestesia y me caí en un agujero negro.

Cuando volví al mundo de los vivos, estaba otra vez en mi gabinete. Un montón de personas me habrán arrastrado o levantado desde la espalda y del culo desnudo de regreso para acá. Pero otra escena me llamo a atención. Le dan el alta a un paciente. Con la cabeza vendada al estilo de una momia. Luego le da el alta a una señora. Con el torso con compresas empapadas de sangre. Lo único en común que compartían es que ambos tenían calzón/bombacha.

Evidentemente a mí me quisieron ver el culo.


Hasta acá la primer parte de esta historia tan extrema y dramática.

¡Quedáte atento a la proxima entrada para enterarte si me morí o no!


 Como muchos de ustedes decidieron en la encuesta de instagram que toda esta crónica se publicara en dos partes, aquí les va la primera parte pero pronto se viene la segunda. Tranqui, que ya esta escrita. Voy a publicarla antes de esta Navidad, promesa de meñique.

Y si no te gusta que la haya partido, ¡hubieras votado! Para la próxima, ya que estás, podés seguime en Instagram (acá link), al Twitter si tenés Twitter (acá otro link) y a la página de Facebook (otro link más). Sí, si. Son todas las redes de mi perfíl de escritor. Así me compran el libro y puedo hacer el regalo de mi hijas este 24. Yo siempre aviso por las redes cuando publico nueva entrada acá pero es una muy buena idea la de que suscribas al blog asi te enteras antes que nadie y quedás muy bien con tus amigos. 

lunes, 14 de junio de 2021

Corría el año 2020...





Había empezado de una manera espectacular. De hecho, empezó con unas tremendas vacaciones en Yucatán, México. Un acto que merece la pena rescatar del viaje sucedió en Holbox, una isla al norte de Cancún. Precisamente en su plaza central.

Un nene lloraba, desconsolado. Ahí solito.

En un principio pasamos de largo, la verdad que la isla no es tan grande como para que alguien se pierda. Pero nos apiadamos porque, si bien era un chico con toda la pinta de jugar de local, no era más grande que mi hija.

Yo no me acerqué al nene llorando, hay gente mal pensada y también suceden cosas feas. Así que fue mi mujer la que le preguntó que le pasaba. El nene vio a mis nenas y dejó de llorar de inmediato. Nos contó que estaba jugando en la plaza con una amiga pero se tuvo que ir y se quedó solito. Tristeza. El pibe sabía dónde vivía así que nos ofrecimos a acompañarlo. Dos cuadras sobre la calle principal. Bueno pibe, no era para tanto. Medio que lloraba de hincha pelotas. La calle tiene 6 cuadras y sabía re bien donde vivía. Pero todos nos sentimos igual como buenos samaritanos. En eso le preguntamos cómo se llamaba.

—Carlos Saúl.

Me rio. Mi mujer me pregunta que me pasa y le contesto.

—Si lo dejamos acá por ahí se pierde, él no va a ser presidente ¡y los 90´ nunca habrán existido!



Ah, sí, Criticáme. Dale. Seguro que leíste esto y no te agarraste un huevo/teta. Claro.

Ahora que estoy escribiendo esto, la pibita que lo abandonó en la plaza la hizo re bien... Pero sigamos.

El viaje termina pero no la primera quincena de enero. O recién terminaba. Ya no me acuerdo. Las cosas que sucedieron antes del 1 A.P. (Antes de la Pandemia) me quedan medio borrosas. A nuestro regreso ya se asomaba esa noticia de una fiebre rara en China. Que vino de un murciélago, un pangolín o algún otro bicho raro que los chinos se mandan como caramelos. Pero pasaba en el otro costado del mundo. En Ezeiza, sin embargo, ya se sentían vientos de paranoia. Mi suegra, al recibirnos en el hall del aeropuerto nos reta porque no llevamos barbijo.  A lo lejos, un grupo de asiáticos, todos juntitos como se los suele ver siempre cuando van por ahí turisteando, se tapaban la cara con barbijos.

Las vacaciones quedaban atrás pero yo andaba entusiasmado porque estaba por sacar mi primer libro bajo el seudónimo de Milo A. Russo. Y como si fuera poco, algunos días antes de que terminara el año, me dijeron que ya estaba listo el libro de cuentos para el que había sido seleccionado en un certamen re piola sobre bares notables de Buenos Aires. Había participado con un cuento que tenía por ambiente el Café de Garcia, un bar en Devoto. Resultó un libro muy lindo, una edición hermosa pero además ya tenía en mente manguearles alguna cena, como esos famosos que viven del canje. Quien te dice, me salía un café con dos medialunas de arriba. Recuerdo que fui a buscar mis libros a la editorial y me preguntaron si quería participar en la Feria del Libro de ese año. O sea, todo un logro para alguien que fue a industrial. La verdad que una presentación así en la feria no te garanztiza ni venta de libros, ni visibilidad y nada. Basta con haber ido alguna vez y para ver en muchos stands a los autores independientes sentados en una silla, más solos que arquero festejado un gol. Pero no era consciente de eso mientras firmaba la entrega de mis hijitos. Incluso les deje 30 ejemplares para que se vendan en futuros eventos literarios. ¡JA! Tierno niño de verano...

La vida me sonreía.

Ok. Not.

Llegué a mi casa con tres cajas de relucientes libros y a las horas se anuncia la suspensión de la Feria del Libro por primera vez en 47 años. Así que ando desde marzo con una biblioteca con 150 libros montada en el ojete. Y el bar ese de Devoto al que pensaba ir, ligar cena y sacarme fotos, ¿te acordás? Bueno, lo cerraron por la cuarentena. Comencé a pensar que era más piedra que la piedra movediza de Tandil.

Así se llamó. Cuarentena. Y el nombre es un horrible caso de publicidad engañosa.

Esa fiebrecita de oriente fue copando el mundo, al mejor estilo TEG, y de pronto había llegado acá. Sin pedir permiso. Y de pronto empezaron a cerrar cosas. Clubes, comercios, parques. Al principio fue hasta medio simpático. Porque, imagináte, con marzo ya avanzado y uno viniendo descansado de sus recesos laborales, con las pilas recargadas, y te mandan a maratonear series de Netflix en tu casa y a rascarte los huevos para convertirte en un héroe de la sanidad nacional. Y es que teníamos modelos bastante optimistas que seguir: europeos encerrados en sus hogares pero tocando instrumentos en los balcones para los vecinos, aplaudiendo a los doctores a una hora específica. Había que aguantar 14 días nomás. O 40, si le damos crédito a la palabra...




Ah, pero entonces empezó lo hardcore. Porque no existe nada peor que la creatividad impulsada por los huevos al plato de un grupo de ansiosos. De un momento al otro la gente necesitaba hacer pan. Pero no cualquier pan. Porque sino sos hábil panadero y te podés comer un garrón de la gran flautita. Había que hacer pan de masa madre. Que te da +20 en hipsterismo y queda muy bien la foto en tu perfil de Instagram. Y llamábamos a Rappi, porque el pan de masa madre que es super orgánico y sin conservantes qué mejor que acompañarlo con Cindor. O café de Starbucks.

Y la gente quería salir y se compraban perros. Porque si tenías perro lo podías sacar a pasear. Y como somos argentinos, enseguida formamos sociedades anónimas sin fines de lucro con bienes caninos para usufructuar sus responsabilidades y respirar un poco de aire freso de a turnos.

Hasta que les dieron permiso a los runner para salir a correr. De 20 a 6 de la mañana. En invierno, que hijos de puta. Se me ocurre que tu rendimiento mejoraba en esas horas de la madrugada, sobre todo porque los chorros te corrían atrás para afanarte. Sin embargo las plazas se llenaban de gente. Cientos de personas viajaban en auto para ir a trotar al parque en comunidad... Algunos runners. Otros, con varices reventadas por el sobrepeso pero ¡ey! Nunca es tarde para empezar a cuidarse.

Pero nada se compara con haber cerrado los colegios... Y acá hubo una grieta que sangrará por los siglos venideros. Pero todavía no vamos a eso. Porque en el 2020 todavía no nos habíamos recibido de doctores de la chota ni nos dieron el diploma de maestro de la verga. Y además las cerraron pero siguieron adelante por medio de una virtualidad que nos quemó las pocas neuronas que quedaban sobreviviendo. Ustedes, solteros o casados sin hijos, se han salvado de la última plaga. Las clases virtuales.

Fue cuando empezaron los zoom. Las clases de los chicos por zoom. Pero las reuniones de padres también por zoom. Las reuniones con tus amigos. Trabajo por zoom y luego, ojo acá: after hours por zoom. Y ya no estabas seguro ni en tu propia casa. Porque corrías el riesgo de tirarte un pedo y que lo escuchen por internet 30 personas a cincuenta kilómetros a la redonda. O que un grupo de ejecutivos al que pertenece tu pareja descubra que en tu casa te paseas en pelotas. O sea, convirtieron en zona laborable los pocos espacios que te quedaban para ser vos mismo. ¿Existe algo peor que eso? Pues claro que sí, campeón. Convertirte también en el maestro de tus niñeces.

Y te sacaron lo más sagrado, quejarte de lo que pasaba en la escuela. Ahora era culpa tuya si tus chicos escribían los palotes torcidos en el renglón, o si cortaban la cartulina como a hachazos. Se había convertido en tu responsabilidad. Y encima lo tenía que hacer bien porque no eran mis hijas las que pasaban vergüenza frente a un grupo de padres asomados tras bambalinas al monitor, eras vos el juzgado. "Pobre Carlitos, con los padres que tiene..." Y las plataformas educativas, que no estaban preparadas todavía, porque estaba todo muy verde, y tenías que subir actividades a las 3 de la madrugada, o lo que es peor, descargarlas para recién hacerlas. Y eso con chicos en nivel inicial. Que de alguna manera es más llevadero. Y con hijos en secundaria, pienso yo, que ya te podés lavar las manos sin culpa. Pero en primaria todavía no te podés hacer el boludo y como si fuera poco tenés que darle vos el contenido al pibe. Si servicios infantiles hubieran pasado por casa el día que tuve que explicarle fracciones a mi hija, me hubieran denunciado. O no. Es probable que me hubieran abrazado, para ponernos a llorar juntos.

A ver si entendemos algo, yo ya fui a la escuela para no estudiar una vez. No tengo ganas de volver a la escuela para no volver a estudiar dos veces.

Y todo siempre con el cagazo de agarrarte el virus. Que no es poca cosa. A nosotros siempre nos pegó en el palo. Una amiga. Un familiar. Un vecino. El compañero de banco del trabajo. Me pasó en diciembre, que tuve un dolor muy fuerte en el pecho. Y listo, me agarré el bicho este de los chinos, la puta que me parió al hijo de puta que se tomó esa sopa de murciélago la concha de su madre, porque no se hacen veganos. Se me hicieron de gelatina las horas pensando en la gente que había comprometido y por ahí las contagiaba y la hacía cagar fuego. Encima había despedido a un flaco que viajaba a Pipa por esos días. ¡Pipa! Que ni tiene salita de urgencias tiene. Me había convertido en el genocida de toda una provincia en el norte de Brasil. Y sin moverme de mi casa; chupáte esa vo´ coreanito Kim Jong-un.

Me daba miedo hasta ir a la guardia, porque si no lo tenía, lo estaba yendo a buscar. Así que hice una de esas visitas médicas virtuales (¡cuando no!) y el doctor que me atendió dijo que no sea boludo, que no tenía ningún coronavirus. Dos días con ibuprofeno y que deje de llorar. Mi mujer, otra doctora del streess, me mandó a tomar un Rivotril, porque seguro era "angustia acumulada". Y me hizo masajitos con alguna crema milagrosa de Just y me mandó a la cama. Al final se me fue. Después volvió un par de veces más el dolor pero nunca fue coronavirus. Al final es cáncer.




Todo bien. Al menos no liquidé a miles de brazucas.

En conclusión, fue un año raro. Muy complejo. Lleno de dificultades, desafíos, lágrimas y sacrificios. Y cada vez estoy más convencido que todo esto que nos pasa no tuvo su origen en Wuhan, ni siquiera en China. Empezó en la región de Yucatán, con un niño perdido que se llamaba Carlos Saúl.



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Te invito a que me sigas en Instagram o mi Facebook para conocer un poco más sobre mi costado escritor y sobre "A la vuelta de la esquina", mi primer libro de cuentos que tienen lugar en el barrio de Flores (y un poco más allá también); donde recorro sus calles, sus leyendas y sus fantasmas con algo de suspenso, mucho de humor y un rigor histórico practicamente vergonzoso.

Podés conseguir mi libro firmado y dedicado poniéndote en contacto conmigo por mis redes o sino con las chicas de Libros en Dupla, zona Parque Avellaneda-Mataderos, en LG Literario, zona Microcrento o desde su tienda-web. Y si sos de Córdoba, lo podés conseguir en Boticario para el Alma

Fin de espacio publicitario.

miércoles, 8 de enero de 2020

Fuera del mercado



Ok. Si hay que hacer mea culpa, se hace. Es mi culpa. Por supuesto. Porque nadie me obligó. Pero en un momento dado de la vida, el espejo te devuelve una imagen que corresponde más a Homero Simpson que al recuerdo de quien fuiste. ¿Pero cuándo pasó esto? Si yo quemaba las horas en el gimnasio. Si yo corría maratones. Si yo hacía la dieta de la proteína, de la luna, de la mierda. Ah, claro. Ya no estamos en el 2003.

La verdad es que las señales están bien a la vista; que se te hinchan los pies si estás mucho tiempo parado, que algunas comidas empezaron a caerte mal, el chupi que antes te ponía alegre ahora te da sueño, que corriste el bondi media cuadra pero además de no llegar a pararlo, te tuvieron que asistir con oxígeno. Como que cuesta aceptar que ya se dejó de ser quien fue para pasar a ser lo que quedó.

Puede que no quieras ver las señales están. Pero los espejos no mienten. Los guachos quieras o no reflejan la realidad. En casa, sin embargo, hemos aprendido a vivir una vida plena, sin preocupaciones de trastornos alimentarios ni obsesiones con el aspecto. Existen varios métodos. Aceptarse como uno es. Quererse más allá de los canones de belleza actuales. Y otros más. El nuestro fue no tener espejos de cuerpo completo.
Pero siempre hay en alguna casa de ropa o algún vidrio que te devuelve un reflejo medio hijo de puta. Ahí vas y le preguntas a ese que aparece en el reflejo y le decís “Cómo es que yo me convertí en vos, la concha de tu madre”.

A mí me pasó de darme cuenta de mi reciente silueta de pochoclo no por los espejos sino cuando advertí cierta manía al sentarme. Si quedo más o menos inclinado tipo 90 grados, la remera se me queda atrapada en la buzarda. Como calzón en la raya del ojete pero horizontal. Eso es terrible porque con disimulo tenés que pellizcar la remera a la altura del ombligo (porque es el único lugar donde podés hundir el dedo) y tirar un poquito hasta deslizar la tela del pliegue que existe entre el norte de tu barriga y el pecho y ahí también te das cuenta que decir pecho es una mera formalidad porque en realidad ya sucede que TENES TETAS!

Esta no es igualmente una crónica de cómo me fui haciendo mierda porque esa tal crónica no existe. Se perdió. Lo último que me acuerdo es estar haciendo series de doce en la barra fija y de ahí la memoria me viaja hasta el postre helado Vacalín de chocolate y maracuyá que llevé a lo de mis viejos para año nuevo.


Todo empieza con una simple limpieza de remeras.
Cada tanto y para hacer un poco de lugar en los armarios (que buena falta nos sigue haciendo, como bien se puede apreciar acá) sacamos toda la ropa y la desparramamos por ahí para ver qué onda, para ver en qué estado quedó. Siempre hay alguna remera que se manchó para el carajo, un pulóver con más pelotitas que lana o un jean que ya camina solo. Y ¡opa! De un año a otro, la remera se encogió. “Será por la falta de uso” me digo. O sea. Yo no soy buen mentiroso. Pero es más lo boludo incrédulo que soy que mal mentiroso así que por un instante me creo que se achicó la remera nomás. Entonces la estiro un cachito con las manos. Y la estiro un cachito más. Y entonces la estiro con los brazos ya. Y ahora con los brazos, antebrazos y hombros. Y aflojo, ahí cuando se escucha el grito de las costuras. Así es que me la pongo y se nota perfectamente que no tiene ninguna arruga. Impecable. No necesita ni plancharse. Envasado al vacío parezco un matambre, eso sí. Hubiera sido una cuestión de poca importancia, apenas una remera más que hay que regalar, sino fuera porque esa era mi remera favorita.

¡Ay! Que crueldad la de Dionisio.

Todo empeora cuando no es esa remera solamente. Son seis. Siete. Nueve. Y la que me regalaron hace unos meses también. Un desastre. En plena época de chupín. Impresentable salir así. ¿Y qué se puede hacer? ¿Salir a comprar más ropa? Claro. Pero para eso se tiene que estabilizar la inflación. De la economía y la mía también. No señor. Acá hay que salir a quemar grasas, señor. Cuando entrenaba, allá, diez años lejos, nos habían acostumbrado a poner en el espejo la foto de alguien cuyo aspecto físico se quisiera lograr. Yo había puesto en ese entonces la foto de Eric Bana en su personaje de Héctor en Troya. Era puramente motivacional. Y había dado buenos resultados. ¿Por qué no iban a repetirse? No debería ser demasiado problemático. Fui muchos años a un gimnasio y tomaba el ejercicio con relativa seriedad. Anotaba mis rendimientos, me ideaba mis propias rutinas separadas por grupos musculares, ingería suplementos naturales y una dieta balanceada. ¿Qué tan difícil puede ser? Algunas horas de trabajo duro y ya estoy de nuevo. Total, el cuerpo tiene memoria. No estaba Eric Bana en mi espejo pero se me ocurría que mi meta final sería lograr un físico similar al de Dwayne Johnson, La Roca. Un tipo optimista.



Después de semanas y meses de darle vuelta al asunto, coincidimos con mi mujer que íbamos a empezar en el mismo lugar. Por cuestiones más prácticas por qué otra cosa. En horarios distintos, pero bien organizados para que siempre se quede alguien en casa con las nenas. Así que fuimos a uno cerca de casa que abrió hace poquito y por eso ofrecía un 2x1 en la mayoría de las actividades. Como con mi mujer veníamos de diferentes lugares, quedamos en encontrarnos en la puerta y participar de la clase de prueba.
Ya me dio mala espina que mi mujer prefiera encontrarse en la esquina y no en la puerta. No me lo vi venir entonces. Sucedió que cuando la encuentro, al borde de un ataque de pánico, me cuestiona la pésima decisión del horario ya que a éstas horas de la tarde aumentas las posibilidades de toparse con de alumnos suyos, circunstancia que la avergüenza mucho. Me abandona pero promete que va a venir a la clase de prueba a la que nos anotamos pero ella lo haría de mañana. No de tarde, lleno de pubertos. Me pareció apropiado. Yo ingresé.

Por empezar, fui con una yoguineta y una remera holgada y cómoda. Pésimo vestuario porque ahora la gente que va a entrenar se viste como modelando para Under Armour o Everlast. Como que se producen, se peinan con gel y se perfuman. Como si vinieran a otra cosa que a chivar y ensuciarse. Y se visten de colores brillantes. Los más brillantes posible. Porque se ve que te tienen que ver de todos lados para que si a un auto se le ocurra maniobrar por adentro del gimnasio, te vea y no te lleve puesto. Y ojo, que yo no era un desentendido del tema. Había ido muchos años a gimnasios. Pero no era lo que yo recordaba. Me metí en un galpón. Decorado con grafitis. La muchacha de la recepción me recuerda que traiga el apto físico cuando pueda y me hace pasar por un molinete que se activa con una ficha electrónica. Muy Tony Stark todo. Y no había máquinas. Lo que sí había era una turba de personas alrededor de una muchacha que daba las consignas. Era la entrenadora. 
Cuestión que me presento, le pregunto de que se trata todo esto y me dice sin muchos rodeos: -La que está en el pizarrón es la rutina. Seguíla y cualquier cosa me decís.- Pim. Pum. Pam. Fin de la intervención. O sea. Flaca. Yo quiero tu laburo. Seguro sos el orgullo del Dickens. “Traete para la próxima el apta físico” me dice también.

Lo peor era el cartelito pelotudo que estaba arriba del pizarrón. “De vos depende”. Pero manga de forros; estoy así justamente porque dependió de mí todo este tiempo. A parte hay otro mensaje muy macabro. Si venís, haces lo que te dice ese pizarrón de mierda, pagas la cuota religiosamente, pero no conseguís el resultado que querés, ¡la culpa es tuya! No que ellos te hayan dejado seguir las instrucciones de un pizarrón que le dice a la piba de 17 años que pesa 38 kilos lo mismo que te dice a vos, que la duplicas en edad y triplicás en peso y la última actividad medianamente deportiva fue jugar con la Wii con tu sobrinito.
De todas formas, muy obedientemente me dispuse a seguir la rutina escrita esa. Porque de mí depende. Lo primero fue conseguir una colchoneta y después un lugar donde apoyarla. Porque éramos varios los que teníamos que echarnos al suelo y no entrabamos todos. Al final no importa cómo te coloques porque de una forma u otra le vas a terminar apuntando el orto a otra persona que está haciendo flexiones de brazos. Bien. Empezaba con levantamiento de cola, a una pierna. El pizarrón te decía que hacer, pero no como hacerlo. Sin dibujitos. Sin tutorial de Youtube. Medio lo hacías como podías. Yo sé que me veía muy ridículo, pero ya para la tercera repetición mi objetivo era no desgarrarme así que tuve que dejar que la remera se me subiera y me quedara de pupera los siguientes 40 segundos. Todo muy fashion. Vos ves a La Roca con una pupera puesta y quedará polémico en todo caso. Pero nunca ridículo. Claro, es que mi remera de algodón no era además super dry fit full lycra y no pasó ni un ejercicio para que aparezcan tremendos lamparones de chivo en espalda, cuello y axilas.

Esa vieja escuela sí se puede ver.
No quiero caer en el comentario de viejo gagá y pensar que lo moderno es caca, que antes se todo era mejor. Pero me sentía mucho más cómodo cuando el gimnasio era ese lugar bien grasa, donde saludabas al dueño y que era además el entrenador ex-físico culturista devenido en un manojo de artrosis por la fafafa y que no es La Roca y es tan feo que no se le puede calcular la edad. Todo chivado ibas y le dabas un abrazo porque no importaba nada la facha, la apariencia, ni la sed ni Sprite. Al que ibas con la remera vieja y agujereada. Al que levantabas discos de fierro en una barra que cada tanto te contagiaba tétanos. Y no había cintas, porque todos sabemos que es supér absurdo ir en auto a un lugar donde te ponen a correr. O pero aún, a bicicletear. Estás pagando para que te permitan hacer algo que PODÉS HACER EN LA CALLE. GRATIS. DATE CUENTA. Como esta rutina en el pizarrón que después aprendí que la bajabas directamente de una app sin necesidad que una muchacha medalla olímpica en cobrar por nada te diga que lo hagas.

Lo gracioso es que realicé la rutina y llegué al final de los ejercicios solo para ver que aparece un último renglón furioso que dice “Repetir x 4”. Porque, claro, para que pensar en doce ejercicios distintos si podés pensar en tres y ponerlos en bucle. Terminé roto. Pero roto mal. Arqueado como un gancho de carnicero. Cuando la entrenadora me dijo que terminamos -TERMINAMOS. PLURAL- me recordó lo del apta físico. Yo salí como pude, con la cadera al hombro, la remera pupera arrugada de transpiración, la cara arrebatada de esfuerzo y la dignidad olvidada. La mina del mostrador me saluda y me dice otra vez que no me olvide el apta físico. ¿Pero tanto miedo tienen que me agarre un paro en este galpón de mierda? ¡Ojalá! ¡Ojalá volviera para quedarme seco acá nomás! Justo debajo de ese pizarrón nefasto que me decía que haga lo que cualquier boludo haría por su cuenta si le ocurre jugar a ser Rocky mientras tararea Eye of the Tiger.
No volví más. La única ganadora en todo esto fue mi mujer que huyó como rata. ¿Y todo para qué? ¿Para ir a un galpón 2 horas 6 días cuando ya trabajo en uno 8x5? ¿Acaso hay algún mérito en llegar con el abdomen plano a los 40? Y es que hay algo que no te muestran las dietas de Colmillot en todas sus estadísticas y sus balances: la gente flaca siempre está de mal humor. La galleta de arroz te da mal humor. El apio te da mal humor. La vida sin sal te da mal humor. El Casancrem Verde te da mal humor. En cambio, los gordos siempre somos simpáticos. Y somos buenos. El alivio cómico. Nunca el malo de la película. El gordo bueno. 

Se acabó. Voy a poner en mi espejo la foto de Darío Barassi.
Que también usa chupines.


Mi único héroe en este lío.