La historia podría
remontarse a mis años tempranos. Vivíamos en una casa pequeña que mis padres
supieron poblar con cuatros hijos. Compartíamos la misma habitación con mis dos
hermanos y de noche había que desplegar un camastro con rueditas que salía
debajo de una cucheta. La superpoblada habitación, de noche, era un infranqueable
territorio que obligaba al más ágil de los acróbatas a sortear toda clase de
desorden (éramos varones, revoltosos y debidamente despelotados) que incluían
zapatillas juguetes, el camastro, sillas y toda clase de inverosimilitudes como
montañas de ropa o mochilas con su interior desparramado. Jamás fue tarea fácil
ir al baño en pleno sueño.
Pero pese a la falta de
espacio propio, existían ciertas fronteras que definían los territorios de cada
uno. La línea divisoria principal estaba establecida en los rebordes del
escritorio de cada uno y se proyectaba hacia arriba como espacio aéreo. Así era
que cada uno tenía su propio escritorio – biblioteca y dentro de esos escasos
centímetros cuadrados cada uno era emperador de sus cosas con sus desordenes y
sus responsabilidades por mantenerlo limpio aunque esto último rara vez se
cumplía.
También existían estas
fronteras en el pequeñísimo placard donde cada uno tenía su propio estante donde
guardar los buzos, pulóveres y remeras. Era una caótica existencia organizada
de lo mejor forma que tres enemigos de la limpieza podían concebir.
Con el paso del tiempo las
cosas no hicieron otra cosa que ponerse más difíciles porque a medida que
crecíamos la cantidad de pertenencias aumentaba y a menudo se generaban
conflictos geopolíticos que finalizaban en alguna sentencia materna tal como
“cuando tengas tu casa vas a hacer lo que vos quieras”
Si hay algún ingenuo que
piense que esa fantasía se cumple lamento desplomar sus expectativas porque en
mi caso no se dio y no conozco a nadie de mi entorno que haya tenido esa
suerte.
Debí verlo venir y si lo
hice, no me percaté a tiempo. Años más tarde, cuando me mudé con mi mujer,
entusiasmado por un nuevo lugar donde establecerme y volando entre las ideas
más fantásticas soñando un espacio propio donde sentarme a leer, o escribir mis
memorias o lo que carajo fuera, terminó sucediendo lo diametralmente opuesto.
En el momento de la mudanza y en la repartida de territorios solo logré una
sorpresiva victoria en el placard donde apresurado primerié a mi mujer al
llenar mi mitad correspondiente del perchero. Pero solo eso. Los detalles de estos
eventos pueden leerse en Mudanza Indefinida.
Y desde entonces comenzó una
conquista despiadada en la que perdí cada rincón. Una cruel partida de TEG de
esas en las que te quedan un puñado de países desparramados esperando ser
reclamados por el enemigo. Y que como si fuera poco ahora comparto el techo con
dos mujeres que pronto me erradicarán por completo de cada escondite.
La barra de madera se
convirtió en un depósito de boletas y memos añejos con cajitas de fibrofacil
arregladas con decupash o como carajo se llame esa puta moda de aprovechar esas
servilletas de mierda. El mueble del living se atiborró de cuadernillos
anillados misteriosos, agendas escolares y cientos de folletos de deliverys.
Bajo ese estante sobreviven mis estatuillas de marineros y adornos históricos
temerosos porque la manito de mi hija ya se asoma intentando alcanzarlos. Mis
cajas de herramientas se apiñan en la
última esquina, la más remota del bajo escalera e intentar llegar a ellas hace
que mis vertebras lloren de angustia al ver cada día acercase más a la hernia
de disco que se encuentra a la vuelta de la esquina.
La mesa cuadrada del comedor
ya no recibe 8 comensales porque está invadida por trabajos de alumnos y
pruebas a corregir que tendrían que estar en el escritorio de nuestra pieza de
no estar a tope con ropa doblada - y no tanto - que no entran en el ropero
porque en su lugar hay cientos de jeans del mismo color que no cedieron su
espacio para las docenas de calzados que coparon el zapatero y descansan donde
debería estar la ropa de invierno cuando esta no se encuentra, la mayor parte del
año, en los cajones dispuestos para ese labor porque resultaron bastante
pesados para manipularlos así que quedaron permanentemente fuera de la baulera.
Sin esta larga cadena de explicaciones sería imposible dar a conocer las
razones del porqué la mesa del comedor sólo está limpia de deberes escolares de
noviembre a mayo.
Y así fue que poco a poco
fui recluyéndome en el último refugio que le queda a una persona en mi
posición. El baño. Este se convirtió en el último reducto de privacidad, lugar
de mis meditaciones y reflexiones. Escondite de mis preocupaciones y un ámbito de
creatividad extraterrenal que me hace viajar fuera de las cuatro paredes que le
constituyen.
En este momento estoy sentando
en el inodoro, por costumbre con los lienzos bajos aunque sin trabajo
intestinal, buscando las imágenes para ilustrar este escrito pero debo apurarme
porque este santuario tampoco es seguro. Sé que me están esperando. A veces
golpean mi puerta. “Papaaaaaaaaaa”. Y unos deditos infantiles tantean la
posibilidad de infiltrarse en mi guarida. No me queda mucho tiempo hasta que
conquisten este último lugarcito. Se acercan y si tuviera un vaso de agua sobre
la mesada de mármol vibraría como sucedía en Jurasic Park.
Vienen por mí…
“¿Te falta mucho? ¡Salí de
una vez!”
Hay gente que sueña con
ganarse el quini y vivir para viajar, comprarse una mansión en Pilar y vivir de
rentas. Es curioso; si me lo ganara yo, me compraría un monoambiente para poner
recluirme unas horitas a la semana sin necesidad de fumarme mis propias
deposiciones.