domingo, 5 de octubre de 2014

Avanza el enemigo a paso redoblado.






La historia podría remontarse a mis años tempranos. Vivíamos en una casa pequeña que mis padres supieron poblar con cuatros hijos. Compartíamos la misma habitación con mis dos hermanos y de noche había que desplegar un camastro con rueditas que salía debajo de una cucheta. La superpoblada habitación, de noche, era un infranqueable territorio que obligaba al más ágil de los acróbatas a sortear toda clase de desorden (éramos varones, revoltosos y debidamente despelotados) que incluían zapatillas juguetes, el camastro, sillas y toda clase de inverosimilitudes como montañas de ropa o mochilas con su interior desparramado. Jamás fue tarea fácil ir al baño en pleno sueño.


Pero pese a la falta de espacio propio, existían ciertas fronteras que definían los territorios de cada uno. La línea divisoria principal estaba establecida en los rebordes del escritorio de cada uno y se proyectaba hacia arriba como espacio aéreo. Así era que cada uno tenía su propio escritorio – biblioteca y dentro de esos escasos centímetros cuadrados cada uno era emperador de sus cosas con sus desordenes y sus responsabilidades por mantenerlo limpio aunque esto último rara vez se cumplía.


También existían estas fronteras en el pequeñísimo placard donde cada uno tenía su propio estante donde guardar los buzos, pulóveres y remeras. Era una caótica existencia organizada de lo mejor forma que tres enemigos de la limpieza podían concebir.


Con el paso del tiempo las cosas no hicieron otra cosa que ponerse más difíciles porque a medida que crecíamos la cantidad de pertenencias aumentaba y a menudo se generaban conflictos geopolíticos que finalizaban en alguna sentencia materna tal como “cuando tengas tu casa vas a hacer lo que vos quieras”


Si hay algún ingenuo que piense que esa fantasía se cumple lamento desplomar sus expectativas porque en mi caso no se dio y no conozco a nadie de mi entorno que haya tenido esa suerte.


Debí verlo venir y si lo hice, no me percaté a tiempo. Años más tarde, cuando me mudé con mi mujer, entusiasmado por un nuevo lugar donde establecerme y volando entre las ideas más fantásticas soñando un espacio propio donde sentarme a leer, o escribir mis memorias o lo que carajo fuera, terminó sucediendo lo diametralmente opuesto. En el momento de la mudanza y en la repartida de territorios solo logré una sorpresiva victoria en el placard donde apresurado primerié a mi mujer al llenar mi mitad correspondiente del perchero. Pero solo eso. Los detalles de estos eventos pueden leerse en Mudanza Indefinida.


Y desde entonces comenzó una conquista despiadada en la que perdí cada rincón. Una cruel partida de TEG de esas en las que te quedan un puñado de países desparramados esperando ser reclamados por el enemigo. Y que como si fuera poco ahora comparto el techo con dos mujeres que pronto me erradicarán por completo de cada escondite.


La barra de madera se convirtió en un depósito de boletas y memos añejos con cajitas de fibrofacil arregladas con decupash o como carajo se llame esa puta moda de aprovechar esas servilletas de mierda. El mueble del living se atiborró de cuadernillos anillados misteriosos, agendas escolares y cientos de folletos de deliverys. Bajo ese estante sobreviven mis estatuillas de marineros y adornos históricos temerosos porque la manito de mi hija ya se asoma intentando alcanzarlos. Mis cajas de  herramientas se apiñan en la última esquina, la más remota del bajo escalera e intentar llegar a ellas hace que mis vertebras lloren de angustia al ver cada día acercase más a la hernia de disco que se encuentra a la vuelta de la esquina.


La mesa cuadrada del comedor ya no recibe 8 comensales porque está invadida por trabajos de alumnos y pruebas a corregir que tendrían que estar en el escritorio de nuestra pieza de no estar a tope con ropa doblada - y no tanto - que no entran en el ropero porque en su lugar hay cientos de jeans del mismo color que no cedieron su espacio para las docenas de calzados que coparon el zapatero y descansan donde debería estar la ropa de invierno cuando esta no se encuentra, la mayor parte del año, en los cajones dispuestos para ese labor porque resultaron bastante pesados para manipularlos así que quedaron permanentemente fuera de la baulera. Sin esta larga cadena de explicaciones sería imposible dar a conocer las razones del porqué la mesa del comedor sólo está limpia de deberes escolares de noviembre a mayo.


Y así fue que poco a poco fui recluyéndome en el último refugio que le queda a una persona en mi posición. El baño. Este se convirtió en el último reducto de privacidad, lugar de mis meditaciones y reflexiones. Escondite de mis preocupaciones y un ámbito de creatividad extraterrenal que me hace viajar fuera de las cuatro paredes que le constituyen.


En este momento estoy sentando en el inodoro, por costumbre con los lienzos bajos aunque sin trabajo intestinal, buscando las imágenes para ilustrar este escrito pero debo apurarme porque este santuario tampoco es seguro. Sé que me están esperando. A veces golpean mi puerta. “Papaaaaaaaaaa”. Y unos deditos infantiles tantean la posibilidad de infiltrarse en mi guarida. No me queda mucho tiempo hasta que conquisten este último lugarcito. Se acercan y si tuviera un vaso de agua sobre la mesada de mármol vibraría como sucedía en Jurasic Park.


Vienen por mí…


“¿Te falta mucho? ¡Salí de una vez!”      


Hay gente que sueña con ganarse el quini y vivir para viajar, comprarse una mansión en Pilar y vivir de rentas. Es curioso; si me lo ganara yo, me compraría un monoambiente para poner recluirme unas horitas a la semana sin necesidad de fumarme mis propias deposiciones.