miércoles, 29 de enero de 2014

El Comportamiento Intolerante: La Violencia Alimentaria






 



No hay caso. El Nestum, ya frio, es rechazado una y otra vez tras los intentos de mi cuchara. Su pequeña boca, protegida por apenas dos dientes y medio no da tregua y me rindo ante el capricho que me supera antes de destrozar mi espíritu.

-Sabes que? Hace lo que quieras! Por mi, si queres no comas nunca mas en tu vida.

Mi rival, inmutable al reproche, me arrebata la cuchara y la enarbola en lo alto. Un festejo victorioso que despierta en mis instintos de mis antepasados homínidos. Pero, sin embargo, derrotado y humillado abandono mi deber sólo para ser enjuiciado por los pocos felices comentarios de mi mujer. Es que a veces, uno ya no sabe cómo reaccionar. Y esa duda ya es el prólogo del fracaso. Reconocerlo, solo causa impotencia.


A muchos padres les pasa lo mismo aunque no a todos en este tema en particular. Mi mujer pierde los estribos cuando intenta pegarse una siesta junto con la gorda cuando esta jamas penso en su temprana mentecita cerrar un ojo. Pero también hay muchos otros casos en que los padres desesperan, como por ejemplo, cuando el crio no para de llorar o no se deja vestir.

En mi caso personal, es la comida.  Yo no fui concebido pediatricamente para dar de comer. Yo no soy asqueroso ni mucho menos, pero eso no significa que mi sacrificio al mancharme no sea menor. De por si el alimento de los bebés tiene mucha similitud en cuerpo y color al vómito: Nestum, Vitina,  Papilla, manzana rayada.  Algun dia una mente brillante creara alimentos para bebés con forma de chococrispy o maní pelado y será entonces una idea millonaria.

Aquella albondiguita de carne que me rehusa los fideos demuestra su voluntad predominante no solo al negarse a comer. Me grita. Anuncia que quiere proveerse por sus propios medios. Cedo sin otra opción. El puñado de fideos municiones con manteca que aferran esos dedos regordetes es extremadamente desproporcionado. Y en un fugaz reacción los arroja fuera de su mesita. La reto. La reto tan eficaz como un padre puede retar a quien no le entiende. Mientras junto los fideos del piso y me dispongo a sentarme en la silla para proseguir con mi carcelario labor, ella me mira fijamente. Esa mirada ya la puedo reconocer. Sadismo. En su rechoncha manita carga con otro cúmulo de municiones embarradas en manteca. Mi pedido de misericordia llega un segundo después de que abra uno a unos sus cortos deditos y los fideos siga impactando contra el suelo. Se sonríe. Una llamarada me recorre desde la garganta hasta el estómago. Pongo todo mi esfuerzo y apenas logro controlar las ganas de revolear el plato de fideos fríos contra la ventana. Un nuevo caso de Comportamiento Intolerante ha sido dominado por hoy. Pero por esta vez...

Esa característica brutácea homínida no propia de seres civilizados modernos no es una mera falta de paciencia. No se desarrolla junto a un comportamiento violento o agresivo y permanece latente en cada individuo esperando el momento exacto, alguna acción sin importancia, para darle rienda a una reacción exageradisima. Mi curiosidad, y por sobre todo, mi experiencia de vida, me llevó a indagar sobre el aquel poco conocido Comportamiento Intolerante y descubrí que poco tiene que ver con la personalidad o carácter del portador.

Sócrates mencionaba que en cada uno de los individuos existía un daemon, una diablillo que que desde nuestro interior nos tentaba a actuar precipitadamente y casi siempre de manera poco moral. Estaba en lo correcto, a medias. Lo que Sócrates ignoraba es que el daemon vivía dentro de las hélices de nuestro ADN. El daemon, más que diablillo, es una información genética. Asi es el caso de CI, que no es culpa nuestra sino de nuestros antepasados.

El caso más antiguo de violencia alimenticia que esta registrado en mi familia lo protagoniza el abuelo Chicho. El abuelo de mi madre.que además fue famoso por ocurrencias tan exageradas como la de prohibir a sus nietos caminar por la terraza por temor a que se aflojen las baldosas.

El caso del abuelo Chicho merece una página en los libros de veterinaria: el abuelo Chicho tenía un perro. Ese perro no conocía de alimentos balanceados ni de piedritas doggi; el perro comía las sobras de la buena comida casera. Se daba manjares de perro con guiso, y hasta sopa. Hubo un día, sin embargo que a causa del poco nivel adquisitivo del abuelo Chicho, no hubo ni para sobras. Recibio entonces en su platito  algo insolito: una cebolla.

Al día siguiente el abuelo Chicho vino a dejarle al perro su habitual porción de sobras del día anterior. Pero  con furia vesánica puso el grito en el cielo al notar que la cebolla seguía allí, intacta. -Se non si mangia che, non merda!!! - Y asi paso los dias el perro torturado en huelga de hambre, porque si hay algo que los perros no pueden ni podrán soportar, es comer cebolla. Solo Dios sabrá el grado de desesperación de aquel animal cuando se devoró aquel bulbo alimento. También se desconoce el nivel de bruta satisfacción victoriosa del abuelo Chicho al creerse capaz de enseñar a los perros a no ser desagradecidos.


Mi primer caso de CI que me tocó de cerca fue el de mi madre. No tuvo a ningún perro como socio victimario. Ese rol me tocó a mí.

Hay que advertir al lector que yo no fui un niño fácil. Fui bien llamado por abuelos y tíos Piel de Judas y fui merecedor de más de un bife bien puesto. Pero eso no viene al caso desarrollar aquí.

La historia en que se manifestó el CI de mi madre, mi hermano y yo veníamos de colegio y nos tocaba almorzar. Churrasco con puré. La pésima estrategia de mi madre que intentaba hacernos comer la llevaba a poner ridículos nombres a las comidas como si por el nombre entraran a la barriga. Mi hermano, un tontón conformista había picado el anzuelo y comía ya el extravagante “Carne con Puré a la Reina”. Yo, un consumidor rebelde desde la cuna, me negué en redondo a comer un solo bocado de puré. Yo tendría unos 6 o 7 años y no recuerdo los detalles a la perfección por razones que entenderán más tarde. La reconstrucción de hecho amalgamando mi versión y la de mi hermano no suelen concordar con la de mi madre pero esto solo dice que nuestra versión es la correcta.

Mi capricho llegó a durar casi una hora. No comía, no comía y no comía. Mi hermano ya se había levantado  después del postre y yo seguía con el puré inmaculado. El tiempo se le agotaba a mi madre, quien esperaba alumnos a las tres de la tarde. Ambos éramos conscientes de eso, así que el tiempo y yo desafiabamos las posibilidades de triunfar. Con el correr de los minutos, la actividad compulsiva de mi madre en aumento junto con su creciente impaciencia. Llegaron las primeras amenazas tales como “¡Te vas a quedar acá hasta que te comas el último bocado!” o la ya multifuncional referencia al nombre “¡Vas a comer como que me llamo Claudia!”

Luego vino lo interesante y digno de mención. La batalla épica dio inicio al momento en que las amenazas dieron paso al cuerpo a cuerpo. Porque minutos antes de la hora cero, el comportamiento de mi madre tomó posesión y se se sentó a mi lado.

Primero hubo un intento. Un último tenedor atiborrado que intentó invadirme la boca. Cerré los dientes y hasta los labios. Los labios cedieron. Pero los dientes resistieron. El tenedor, vencido se dejó caer contra el suelo. El pastoso alimento salpicó nuestras piernas.

Segunda oleada enemiga. Luego, sin ataduras, el homínido buscó apoyo en sus propias manos. Con fuerza demencial, tomó mi cabeza por los pelos y empujó tratando de hundir mi integridad en el puré. La sorpresa fue grande y no estaba preparado. Pero apenas pude apoyar mis antebrazos a cada lado del plato y formando una pose sólida y muy resistente. El enemigo desiste.

Mi cuerpo renegado resistió. Pero cuando el contrincante reconoce que el plato de puré no está ejerciendo ninguna resistencia que lo una a la mesa, decide tomarlo. Al no poder sumergir mi rostro en el plato, cambia de técnica. Hunde el plato en mi cara. Jaque.


Apaleado por la efectividad del CI, solo puedo responder con un llanto ahogado. Los ojos cerrados no vieron venir el golpe de gracia. Mientras tenía la boca abierta, una mano llena de puré penetra la defensa de mis  espartanos dientes distraídos. Un bocado llega a la lengua. El llanto lo empuja a la garganta. Involuntariamente lo trago. Jaque Mate. CI wins. Mi madre puede seguir haciéndose llamar Claudia.



Aquella violencia alimentaria tiene repercusiones hasta el día de hoy. Actualmente se convirtió en una anécdota que destraba situaciones incómodas en cenas en las que me ofrecen puré. Es verdad. Yo no comí puré nunca jamás. El recuerdo de intentar quitarmelo de la cara a base sólo de agua, y la manteca brillando en mis cachetes haciendo resbalar las gotas de agua sin limpiar hizo que yo no tolere volver a alimentarme a base de puré de ninguna especie.

Cada vez que algun boludo me pregunta, ¿por qué comés papas fritas y no comés puré? tengo que contarle esta historia de mi primer batalla perdida. Primero se ríen ellos. Después aprendí a reirme yo.

En fin. Quizás si mi hermano hubiera puesto la bolsa de boxeo en el patio de mi casa unos 20 años atrás mi vieja se hubiera descargado de otra manera y yo todavía estaría comiendo puré.

Gracias al cielo que el CI de mi madre se manifestó ante un plato de puré y no con un matambre a la pizza, asado o la playstation.

Mientras ahogo mi CI en el mar de mi genoma humano, seguiré intentando evitar que mi hija siga arrojan los fideos al piso. O mejor, que los siga tirando mientras miro hacia un costado. No sea cosa que no pueda comer fideos con mant
eca nunca más.

martes, 14 de enero de 2014

La Hermandad de los Padres de Esperan










"Tomá. Hacé de padre"

Las cuatro palabras que dieron inicio al cronometro del rol más aburrido que los hombres cumplimos no una vez, sino muchas a lo largo de las temporadas de liquidaciones y cambios de estación.

"El padre que espera" es un miembro inútil de la sociedad cuya función es apenas más práctica que la de un auto o bicicleta estacionada. Por lo general permanece afuera de los locales de ropa sosteniendo bolsas de otros locales enemigos, perros de raza no demasiado masculinos o, como en mi caso particular reciente, el cochecito de mi hija,  criatura adjuntada.

Sucedió por última vez un sábado por la tarde. La consigna del paseo de compras era sencilla y acotada sólo a comprar un traje de baño que mi mujer usaría para las vacaciones. Estacioné sobre Córdoba y Scalabrini Ortiz. La primera traición a nuestro plan de compras se hizo presente cuando nos dispusimos a bajar del vehículo justo frente a una perfumería abarrotada de pañales. –Che, están baratos los pañales? – Si, compremos un par. Así que entramos.

El local era angosto y muy profundo. Casi un pasillo. Mostradores a la izquierda, y a la derecha. Un lugar apropiado para las mujeres que esperan apoyadas en el expositor como huelen tal o cual colonia. El corredor libre restante para el transeúnte queda así reducido al ancho de dos personas pegadas hombro con hombro. Una distancia problemática para maniobrar el cochecito de mi hija. Aún así me las apañé. Luego de abonar los pañales, resolví retroceder de espaldas varias decenas de metros hasta la salida. Una ingenua técnica que no resultaría efectiva en los locales que me aguardaban.

Reanudamos el viaje y nos dirigimos al primer local de ropa preseleccionado. Antes de entrar, el prólogo de la aventura son esas cuatro palabras que se quedan a medio camino entre el insulto y el pedido. “Tomá, hacé de padre”. Y antes de abandonarme a mi suerte en el abisal mundo de la compulsividad femenina, me abandera con su cartera, la cual  me carga al hombro. 

Al principio no lo vi llegar. Más tarde reconocí que justo en ese momento me iniciaba como Padre que Espera. Pero varias horas después, mientras me puse a escribir sobre el tema, me asombré al descubrir  que mi inclusión al triste clan había sido hace ya mucho tiempo. Coincidiendo en fecha con el primer paseo que hicimos como padre – madre – hija.

El ritual de comprar en las mujeres es más extenso y complejo que de los hombres. Miran varias veces las prendas, preguntan por otros talles además del suyo correspondiente y llevan al probador varias vestimentas más además de las que ya eligieron en su amplio criterio. Fiel al lógico comportamiento de su género, mi mujer hace lo propio. Pregunta donde están las mallas de su talle. Las manosea. Se queja de la cantidad que tienen. Pregunta si tienen más. Separa las que clasificaron para el mundial en el probador y se las prueba. Ese exhausto método no es para nada compatible con el acompañante de turno en el caso que sea éste varón. Existe un subgénero de masculinos que disfruta de esto y lo comparte y lo practica en sus compras cotidianas pero esa rara rama de “fanáticas del miércoles mujer” ha travestido el verdadero espíritu del hombre al comprar y vestir. Pero para el resto del mundo corriente y en especial los padres que cargan el cochecito de su hija en medio de un local de mallas de Córdoba al 5500 no es algo para nada atractivo.

Mientras mi mujer cumplía con su deber, yo me pasé los minutos corriendo el cochecito que estorbaba en cualquier lugar donde me ubicaba. Porque además las clientes (mujeres que son muy territoriales) no dan espacio al que espera pacientemente intentando no molestarlas en su hábitat. Una verdadera odisea. Porque además no hay lugar donde maniobrar el Ford Falcon en que se convirtió el cochecito de mi hija dentro de ese local lleno de mujeres. Varios años más tarde, mi mujer sale ofuscada porque no encontró la malla adecuada. Por increíble que parezca el mundial que se juega en el probador no tiene ningún ganador.

El segundo local redobla la apuesta. Un negocio de 30 metros cuadrados cuya dispocicón reducida e incómoda es tan molesta que te dan ganas de jugar un picadito en un balcón. El cochecito bloquea el 100% del paso y me granjea más de una mirada de vieja conchuda. Antes de que mi mujer rechace la propuesta de este local, yo ya me disponía en salir para dar mi lugar a otras personas que disfrutasen tal actividad. En el tercer local se me presentó la revelación prima de todo el credo de los Padres que Esperan. Tan concurrido estaba aquel sucucho más diminuto que el anterior que ni siquiera intenté ingresar. Permanecí afuera sosteniéndole el vasito de agua a mi hija. Un hombre esperaba a escasos metros de mí. Apoyaba el pie en la rueda de otro cochecito. ¡Un coche rojo que ya había visto antes!

Fue entonces que pude ver todo con claridad. Aquel cochecito rojo estaba vagando por la vereda de enfrente en la inútil tarea de esperar afuera de los locales. Pensando en culpar a la casualidad, revisé a mi alrededor buscando más evidencias. Apareció otro,  muy cerca también. Aquel hombre no era el supuesto dueño del local de mallas de Córdoba al 5500. ¡Era un padre sosteniendo la mano de su nena afuera de un local de indumentaria de bebés! Lo miré asombrado por el descubrimiento y sin querer me devolvió la mirada. Un gesto que encerró miles de palabras y me invitó a formar parte de aquel extraño clan: enarcó sus cejas y resopló. Me acababan de recibir los papás de la Hermandad de los Padres que Esperan.

Allí, detrás de mí, en el negocio de enfrente, en todo Palermo, en Avellaneda, Abasto, Dot, Las Flores y Mitre, la Salada y en cada lugar donde se concentren más de una docena de ropales de indumentaria femenina siempre, siempre hay un Padre que Espera. Un flashback recorrió mi mente. Me llevó a un recorrido reciente en Unicenter. Un padre me bromea en la puerta de un local de Mimmo: “Este es el tercer hijo que vengo por acá”.

No me ha pasado a mi todavía. Pero sé que si llegase a pasar el tiempo suficiente esperando en la vereda, en algún momento, un hermano de la Hermandad de los Padres que Esperan se acercaría y me ofrecería un mate, un cigarrillo, una medialuna o me contaría una anécdota para suavizar mi espera. Así funciona la hermandad. 

En medio de mi epifanía personal, una mujer parada en el umbral del local llama a viva voz: “¡Mariano! ¡Mariano!” Era una empleada del negocio la que transmitió el pedido de ayuda hacia afuera del local.
Mi mujer me solicitaba dentro. Había elegido una vasta cantidad para el nuevo mundial de probador y ahora requería de mi elección conformista. Las presentes eran innumerables. Transitar entre ellas fue lo mismo que evitar mojarse corriendo bajo la lluvia. Los probadores están siempre en el fondo así que tarde bastante en llegar. En el trayecto, mi hija fue ladrona de sonrisas y saludos. La elogiaron y acariciaron justo delante del cochecito impidiendo mi avance. Mi mejor cara de póker pasaba desapercibida. Aquello no era más que el saludo a una nenita simpaticona. Pero enceraba un contexto mucho más sombrío porque le daban la bienvenida a mi hija y la saludaban como futura colega de paseo de compras. Yo era un ser inadvertido pero lo bastante notorio como para joderme la vida
Hice mi tarea. Me porté como un nene bueno. Dije lo que me pareció y finalmente mi mujer se decidió por una malla. Pagué y nos retiramos. Al salir del local no miré a mis nuevos hermanos, pero sé que desde donde quiera que estuvieran, ellos me aplaudían con sus miradas festejando mi retorno.
Estaba abriendo el baúl del auto para cargar el cochecito, cuando una joven parejita pasó a mi lado. El hombre llevaba a una ternurita chiquitita dormida en su antebrazo. Justo cuando nos cruzamos le saludé con la cabeza. Me devolvió un saludo confundido. Se alejó seguramente tratando de pensar si me conocía de algún lado. Obviamente no. Algún día entendería que él también formaba parte de la Hermandad de los Padres que Esperan aunque todavía no lo sabía.