martes, 14 de diciembre de 2021

Crónicas linfáticas Parte1

 


Capítulo 1: La verdad está ahí afuera.

El 22 de febrero pasaban 2 cosas muy fuleras. La primera fue que era lunes. La segunda fue que en esa noche de lunes estaba yendo al hospital a que me hagan un par de placas y así mi mujer me dejaba de joder.

Sucedió que el día anterior me fulminó un trote de 3 cuadras. Ok. No soy ningún atleta, pero por esos días nos estábamos poniendo en forma con los videos de youtube de una gallega con complejo de hámster y que se la pasa diciendo arengas como “nadie dijo que sería fácil”, “¡dale caña!” y “¡yo puedo con todo todo todo todoooo todo!” (SPOILER: No se puede con todo, master of the life). Por lo que no era muy lógico que no pueda correr tres cuadras. Cansada de mis quejas constantes, muy atinada y con sumo tacto, mi mujer me propuso

—¿Por qué no vas a que te hagan una radiografía y te dejás de romper los huevos?

A las 10 de la noche cruzaba las puertas vidriadas del hospital. Pasaron unos cuantos lustros de aquel día pero si hacen memoria van a recordar que la gente estaba en el pico máximo de la paranoia del año 2021. La sala de espera merece una entrada aparte, pero voy a tratar de resumirla lo más brevemente posible.

Me tomaron el turno a las 10 pero me hicieron pasar a las 2am del siguiente día. Durante ese momento se vieron algunos eventos medio tensos con otros pacientes que, con covid, decían, estaban esperando desde muy temprano. Eso me llevó a esperar mi turno fuera de la sala y fuera del hospital. Prácticamente en la vereda. Ahí conocí a “Juan Carlos”, vamos a ponerle. Por que nunca supe el nombre de este ser tan extraordinario y se merece por lo menos un bautismo para esta historia. Juan Carlos era el guardia de la entrada pero no tenía pinta de guardia. Más bien de alguien random hecho pija por las horas de trasnochado. Durante una discusión entre un paciente y la señorita del mostrador, las miradas de Juan Carlos y la mía se cruzaron y, al día de hoy, no sé por qué se me ocurrió hablarle. Menos mal que lo hice. Yo le dije algo como “qué loca que está la gente” o algún comentario de ese estilo que decís solo cuando te molesta el silencio incómodo entre dos personas. No me acuerdo.

—Esto no es nada. Esta tarde estaba lleno de personas, todas con covid. Era un infierno

Ahí le respondí con otro de mis comentarios genéricos y vacíos.

—Es que la gente está cada vez más sacada; porque se están dando cuenta de todo…

El tipo se acercó un poco, siempre manteniendo la distancia, y susurra:

—Todo esto está mandando a hacer —apunta con el dedo índice para arriba, expresión para acusar a un poder superior.

Ahí estaba yo, esperando horas por un estudio, pero que por una extraordinaria coincidencia había entablado una desinteresada co
nversación con el empleado de seguridad de un sanatorio con pinta de saber muchísimas cosas sobre el mundo oculto de la medicina, los laboratorios y el covid, y que podía contestar, si jugaba bien mis cartas de tipo charlatán, algunas de las incógnitas que alimentaron tantas teorías conspirativas en esta la pandemia. Le hice pie para que siga hablando. Le solté algo parecido a “Se dice que lo mandaron a hacer (el virus)”.

—Por supuesto, si está todo orquestado —vuelve a hacer la seña apuntando al cielo.

Como la insinuación de Juan Carlos era tan ambigua como infinita de sujetos a los que uno podía referirse, lo apuré con un:

—Claros, los gobiernos…

Juan Carlos sonríe pero no porque le dio gracia sino como quien siente lástima de la persona ignorante con la que tiene que interlocutar. Dice un “No”, lo acompaña con su dedo índice, esta vez haciendo el gestito de negación y solo recién entonces vuelve a hablar.

—…seres interdimensionales.


Mulder y Scully, leyendo esta entrada antes de ir a buscar a Juan Carlos.

Hasta acá llegó la cruzada por la verdad.

Pero todavía no me llamaban para hacerme pasar al consultorio y Juan Carlos empezó a mostrar un brillo en los ojos que prometía más diálogos interesantes. Mas tarde me daría cuenta que mismo brillo en los ojos tienen también los psicópatas cuando divisan a su próxima víctima. Pero no me avivé en ese momento.

—Nos vigilan desde hace milenios. Porque somos su experimento. Esconden sus bases en el océano y tienen influencia en todos los líderes mundiales.

Yo seguí dando pie a este intercambio hermoso que estaba tiendo lugar en la puerta del hospital.

—Fabio Zerpa decía eso —dije.

Juan Carlos se volvió a sonreír. Me trató de pelotudo varias veces con esa sonrisa.

—Zerpa era un reptiliano, pero estaba peleado con los suyos; habló demasiado y por eso lo mandaron a matar los Illuminati.

Juan Carlos fue capaz de articular a Fabio Zerpa, reptilianos y los Illuminati en una sola oración. Oración que parecía sacada de un sueño húmedo del agente Mulder. No contento con esta tremenda revelación, prosiguió.

—El que era Illuminati, que yo lo conocí y —agregó Juan Carlos— que murió hace poco y tocaba muy bien, era el tipo este… Gustavo Cerati.

Qué otras incógnitas verdades escondía Juan Carlos, guardia nocturno de seguridad de un hospital de Ramos Mejía, nunca la sabré. Porque justo en ese momento, minutos antes de las 2 de la madrugada, la inoportuna muchacha detrás del escritorio anuncia mi apellido. Juan Carlos me dice que no haga caso, que están llamado a otro paciente, para que sigamos hablando pero me tengo que disculpar y lo dejo ahí (¿Sabía mi apellido? ¿Acaso quiso convencerme de que no caiga en las garras de los reptilianos que manejaban tras bambalinas este hospital? Misterios sin resolver).

Tu secreto esta a salvo conmigo, Gustavo.

Entro al consultorio del médico con la cara más rota del mundo. Un muchacho, bastante más joven que yo, seguramente exprimido hasta el límite, atendiendo quién sabe cuántos pacientes en su turno. Escucha mi caso y me manda unas placas (¿¿¿está contenta, señora esposa???). Otro largo rato esperando que me llamen de rayos. Pero Juan Carlos no estaba a la vista. Lo habrán llamado para que volviera a su planeta.

Cuando regreso a mi médico de la cara rota, ve mi radiografía y no dice nada. No sé ustedes, pero en mi opinión, cuando un médico no habla no es que está pensando y analizando lo que ve, sino en “¿y ahora cómo mierda le explico que se va a morir la semana que viene?”. Encima la radiografía es re botona; porque vieron ustedes que se puede ver desde los dos lados. La mía mostraba tremenda masa de algo blanco entre los pulmones. Que, a menos que un bollo de pizza se hubiera caído en la máquina mientras me hacían la toma, significaba que había algo ahí que no tenía que estar. Le pregunto si está todo bien. El tipo, con una prudencia médica que con el correr de los días me comenzó a hinchar un poco los huevos, me dice que puede ser algo que era así desde siempre, como una formación natural que vino de fábrica. Pero no me manda a casa sino a hacerme una tomografía. Ya mismo.

Ya para algún momento del martes por la madrugada me llaman, me hacen la tomografía. Vuelvo con el doc pero ya no está. Se habrá desvanecido de cansancio y lo tiraron a la calle de una patada. Lo reemplaza una chica, mucho más joven todavía que su colega de la cara rota, y dice, sin arriesgarse, que mejor hacer otra tomografía por la mañana pero esta vez con contraste. La apuro un poco, porque ya saltaban a la vista mis miedos:

—Y… puede ser que sea cáncer pero se va a saber bien con este otro estudio.

Recuerdo que me volví manejando a casa. Con el bocho lleno de ruido. Pensando en qué tenía hacer ahora, cuántos días me quedaban, cómo se lo decía a mi familia, puteando a los reptilianos y preguntándome dónde se habría ido Juan Carlos.


https://www.primerplanoonline.com.ar/video-ovni-en-moron/


 

 

Capitulo 2. La previa.

Al siguiente día, no. A las pocas horas, esa misma mañana, regresé al hospital. Esta vez acompañado de mi mujer. Me acababan de hacer una tomografía hacía apenas un rato pero ahora se tenía que repetir con algo más, con contraste.

El contraste es un líquido que te ponen en las venas para que lo que sea que tengas se revele mejor en la imagen. Bien pudiera ser la tinta de un resaltador amarillo flúor. Quien sabe. El estudio empieza igual que antes. Me acuestan en la camilla frente a un anillo gigante y la camilla, con vos arriba, pasa varias veces por el aro en una clara referencia al sexo. En eso, el operador exclama:

—¡Ahí va el contraste!

Tuve el súbito impulso de darme vuelta, pensando que el tipo estaba por lanzarme algo para que lo ataje. Pero no, significaba que el liquido este iba a comenzar a pasar por el cuerpo. Ya que, a diferencia de lo que pensaba, todavía no estaba circulándome en las venas.

De pronto siento un calor en la garganta. Bastante fuerte. Que viaja a las manos y casi al instante me llega a la barriga. Pero sigue bajando y a medida que baja se vuelve más intenso. Y llega al peor lugar que puede llegar. A los huevos. Y al hoyo del culo. Y ahí se queda. No se va. Se expande lentamente por la ingle y las nalgas. Un calor fuerte y bastante desagradable. Comencé a transpirar. Pero mal. No porque me doliera algo o me causara algún tipo de sufrimiento. Ojalá hubiera sido así.

“¡La puta madre!”, me dije para mis adentros. “Me cagué en la camilla del tomógrafo…”


    Cuando te mandan este estudio te alcanzan antes un fajo de hojas que tenés que leer y firmar. Yo no sé quién lo lee completamente, y más teniendo otros mambos en la cabeza. Recuerdo que me hicieron algo parecido, de darme papeles para firmar, 4 o 5 minutos después que nació mi hija. Y con los ojos vidriosos y las emociones estalladas, tuve que firmar algo que ni puta idea. (Probablemente a los doce años la vengan a buscar para formar parte de un grupo revolucionario indochino. Quien sabe). En esta oportunidad, así como al pasar, estaba bien explícito que el líquido tiene corticoides y eso te puede generar un ardor en los genitales. No me acordé. No leí. Esto es para hacer alguna crítica a este sistema en algún momento, pero al menos me puse muy contento de que en verdad no me había cagado sino que se me estaba calentando el upite por efecto químico.

—¿Dio bien la tomografía?

—La tenés que ver con tu médico.

Hacéte ortear, forro.

A final del día, tenía un tocho de estudios con resultados de malo para peor y nada más, sin saber la puerta de quién hay que tocar.

Tras algunos días más oscuros que la batalla final contra los caminantes blancos de Juego de Tronos, me pude asesorar con gente bien piola: algunos familiares y amigos, del palo de la medicina, pues claro, y me encaminaron bien con qué especialistas tenía que atenderme de ahora en más. Fue un período de transición en el que se aclararon muchas ideas en mi cabeza y me predispuse a hacer todo lo que tenía que hacer de mi parte.

El siguiente paso fue una biopsia. Yo no era muy habitué de los médicos y además era bastante ignorante en cuanto a la terminología hospitalaria. La palabra biopsia me traía a la mente lo que hacen esos médicos de la policía que abren los cuerpos de los asesinados para saber cómo es que los amasijaron. Eso es una autopsia. Pero las palabras son muy parecidas. Y el estudio medio que también.

Me abrieron el pecho, y me sacaron una muestra de lo que tenía. Todo esto para ponerle nombre a mi cáncer: linfoma de mediastino. Antes de todo esto, yo pensaba que detrás de las costillas estaban guardados los pulmones, el corazón y alguna cosa que otra más y que todas estas cosas estaban así nomás, como colgadas en el vacío. Pero no, resulta que están como alojadas en una especie de saco que se llama mediastino (si hay algún profesional informado del tema leyendo esto, por favor, no se cague de risa). El linfoma me apareció ahí. Y me dolía al respirar porque el linfoma tenía el tamaño de un pomelo y se había ganado el espacio dándole codazos a los pulmones.

Para la biopsia uno tiene que recurrir al quirófano. Es una cirugía bastante sencilla pero todo resultaba muy novedoso y me ponía ansioso. Me hicieron pasar a un vestuario, me alcanzaron el batín, unas medias del mismo material que el batín y la cofia (siendo pelado, este accesorio era al pedo y querían verme haciendo el ridículo, pos claro).

—Desvestite y sacáte todo.

—Todo todo?

—Todo

Yo no sé quien de ustedes alguna vez se puso ese batín de quirófano. Primero que nada, ya ponerte en bolas genera una vulnerabilidad para la que nada te prepara. Pero para ponerme el batín, sufrí la inseguridad máxima. El batín no es una bata, por lo que no se cierra por completo por más que te lo anudes. En mi primer intento me coloqué el batín con la abertura hacia adelante, lo que me cubría todo el cuerpo salvo por la discreta ranura frontal por donde se me asomaba completamente el amigo. La imagen era como a versión opuesta a la hojita de Adán, me cubría todo el cuerpo salvo el pingo.

Entendí, por cuenta propia, que me estaba poniendo el batín al revés. Me lo saqué y ahora sí dejé la abertura para atrás. La posición correcta no es mucho menos pudorosa, te deja expuesto al culo de la forma más llamativa posible. Yo creo que, si el paciente se paseara completamente en bolas, los demás no le buscarían ver el culo tanto como si usara este batín.

Que te costaba 15 cm más de tela,  
la concha de tu madre...
Con el batín colocado correctamente, la enfermera me condujo a un gabinete en la punta opuesta de la sala y yo fui dejando la imagen de mi ojete por unos quince o veinte metros repletos de enfermeras. Me hicieron tomar asiento en una camilla. Hice lo que pude para cerrarme el batín y no hacer contacto a culo desnudo con las sábanas. Desconozco si lo conseguí. De todas maneras fue en vano porque al rato una de las enfermeras se acerca con una silla de ruedas me invita a sentarme para conducirme al quirófano.

Más vergonzoso de que te vean el culo en batín es que tengan que apuntarle las nalgas a la persona que sostiene las manijas de la silla de ruedas. Pero no me importó nada en ese momento más que la intriga de saber la cantidad de personas que habrían apoyado el culo, sin intermediarios ni filtro de tela, en la misma silla en que me estaba sentando yo. La repugnancia me acompañó todo el viaje y se me fue recién con la anestesia.

Yo pensé que en un quirófano no tenía que haber muchas personas, por medidas de higiene y asepsia, pero acá de a poco se llenó de gente. Unos diez aparecieron seguro. Me enchufaron la anestesia y me caí en un agujero negro.

Cuando volví al mundo de los vivos, estaba otra vez en mi gabinete. Un montón de personas me habrán arrastrado o levantado desde la espalda y del culo desnudo de regreso para acá. Pero otra escena me llamo a atención. Le dan el alta a un paciente. Con la cabeza vendada al estilo de una momia. Luego le da el alta a una señora. Con el torso con compresas empapadas de sangre. Lo único en común que compartían es que ambos tenían calzón/bombacha.

Evidentemente a mí me quisieron ver el culo.


Hasta acá la primer parte de esta historia tan extrema y dramática.

¡Quedáte atento a la proxima entrada para enterarte si me morí o no!


 Como muchos de ustedes decidieron en la encuesta de instagram que toda esta crónica se publicara en dos partes, aquí les va la primera parte pero pronto se viene la segunda. Tranqui, que ya esta escrita. Voy a publicarla antes de esta Navidad, promesa de meñique.

Y si no te gusta que la haya partido, ¡hubieras votado! Para la próxima, ya que estás, podés seguime en Instagram (acá link), al Twitter si tenés Twitter (acá otro link) y a la página de Facebook (otro link más). Sí, si. Son todas las redes de mi perfíl de escritor. Así me compran el libro y puedo hacer el regalo de mi hijas este 24. Yo siempre aviso por las redes cuando publico nueva entrada acá pero es una muy buena idea la de que suscribas al blog asi te enteras antes que nadie y quedás muy bien con tus amigos. 

   

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