lunes, 14 de junio de 2021

Corría el año 2020...





Había empezado de una manera espectacular. De hecho, empezó con unas tremendas vacaciones en Yucatán, México. Un acto que merece la pena rescatar del viaje sucedió en Holbox, una isla al norte de Cancún. Precisamente en su plaza central.

Un nene lloraba, desconsolado. Ahí solito.

En un principio pasamos de largo, la verdad que la isla no es tan grande como para que alguien se pierda. Pero nos apiadamos porque, si bien era un chico con toda la pinta de jugar de local, no era más grande que mi hija.

Yo no me acerqué al nene llorando, hay gente mal pensada y también suceden cosas feas. Así que fue mi mujer la que le preguntó que le pasaba. El nene vio a mis nenas y dejó de llorar de inmediato. Nos contó que estaba jugando en la plaza con una amiga pero se tuvo que ir y se quedó solito. Tristeza. El pibe sabía dónde vivía así que nos ofrecimos a acompañarlo. Dos cuadras sobre la calle principal. Bueno pibe, no era para tanto. Medio que lloraba de hincha pelotas. La calle tiene 6 cuadras y sabía re bien donde vivía. Pero todos nos sentimos igual como buenos samaritanos. En eso le preguntamos cómo se llamaba.

—Carlos Saúl.

Me rio. Mi mujer me pregunta que me pasa y le contesto.

—Si lo dejamos acá por ahí se pierde, él no va a ser presidente ¡y los 90´ nunca habrán existido!



Ah, sí, Criticáme. Dale. Seguro que leíste esto y no te agarraste un huevo/teta. Claro.

Ahora que estoy escribiendo esto, la pibita que lo abandonó en la plaza la hizo re bien... Pero sigamos.

El viaje termina pero no la primera quincena de enero. O recién terminaba. Ya no me acuerdo. Las cosas que sucedieron antes del 1 A.P. (Antes de la Pandemia) me quedan medio borrosas. A nuestro regreso ya se asomaba esa noticia de una fiebre rara en China. Que vino de un murciélago, un pangolín o algún otro bicho raro que los chinos se mandan como caramelos. Pero pasaba en el otro costado del mundo. En Ezeiza, sin embargo, ya se sentían vientos de paranoia. Mi suegra, al recibirnos en el hall del aeropuerto nos reta porque no llevamos barbijo.  A lo lejos, un grupo de asiáticos, todos juntitos como se los suele ver siempre cuando van por ahí turisteando, se tapaban la cara con barbijos.

Las vacaciones quedaban atrás pero yo andaba entusiasmado porque estaba por sacar mi primer libro bajo el seudónimo de Milo A. Russo. Y como si fuera poco, algunos días antes de que terminara el año, me dijeron que ya estaba listo el libro de cuentos para el que había sido seleccionado en un certamen re piola sobre bares notables de Buenos Aires. Había participado con un cuento que tenía por ambiente el Café de Garcia, un bar en Devoto. Resultó un libro muy lindo, una edición hermosa pero además ya tenía en mente manguearles alguna cena, como esos famosos que viven del canje. Quien te dice, me salía un café con dos medialunas de arriba. Recuerdo que fui a buscar mis libros a la editorial y me preguntaron si quería participar en la Feria del Libro de ese año. O sea, todo un logro para alguien que fue a industrial. La verdad que una presentación así en la feria no te garanztiza ni venta de libros, ni visibilidad y nada. Basta con haber ido alguna vez y para ver en muchos stands a los autores independientes sentados en una silla, más solos que arquero festejado un gol. Pero no era consciente de eso mientras firmaba la entrega de mis hijitos. Incluso les deje 30 ejemplares para que se vendan en futuros eventos literarios. ¡JA! Tierno niño de verano...

La vida me sonreía.

Ok. Not.

Llegué a mi casa con tres cajas de relucientes libros y a las horas se anuncia la suspensión de la Feria del Libro por primera vez en 47 años. Así que ando desde marzo con una biblioteca con 150 libros montada en el ojete. Y el bar ese de Devoto al que pensaba ir, ligar cena y sacarme fotos, ¿te acordás? Bueno, lo cerraron por la cuarentena. Comencé a pensar que era más piedra que la piedra movediza de Tandil.

Así se llamó. Cuarentena. Y el nombre es un horrible caso de publicidad engañosa.

Esa fiebrecita de oriente fue copando el mundo, al mejor estilo TEG, y de pronto había llegado acá. Sin pedir permiso. Y de pronto empezaron a cerrar cosas. Clubes, comercios, parques. Al principio fue hasta medio simpático. Porque, imagináte, con marzo ya avanzado y uno viniendo descansado de sus recesos laborales, con las pilas recargadas, y te mandan a maratonear series de Netflix en tu casa y a rascarte los huevos para convertirte en un héroe de la sanidad nacional. Y es que teníamos modelos bastante optimistas que seguir: europeos encerrados en sus hogares pero tocando instrumentos en los balcones para los vecinos, aplaudiendo a los doctores a una hora específica. Había que aguantar 14 días nomás. O 40, si le damos crédito a la palabra...




Ah, pero entonces empezó lo hardcore. Porque no existe nada peor que la creatividad impulsada por los huevos al plato de un grupo de ansiosos. De un momento al otro la gente necesitaba hacer pan. Pero no cualquier pan. Porque sino sos hábil panadero y te podés comer un garrón de la gran flautita. Había que hacer pan de masa madre. Que te da +20 en hipsterismo y queda muy bien la foto en tu perfil de Instagram. Y llamábamos a Rappi, porque el pan de masa madre que es super orgánico y sin conservantes qué mejor que acompañarlo con Cindor. O café de Starbucks.

Y la gente quería salir y se compraban perros. Porque si tenías perro lo podías sacar a pasear. Y como somos argentinos, enseguida formamos sociedades anónimas sin fines de lucro con bienes caninos para usufructuar sus responsabilidades y respirar un poco de aire freso de a turnos.

Hasta que les dieron permiso a los runner para salir a correr. De 20 a 6 de la mañana. En invierno, que hijos de puta. Se me ocurre que tu rendimiento mejoraba en esas horas de la madrugada, sobre todo porque los chorros te corrían atrás para afanarte. Sin embargo las plazas se llenaban de gente. Cientos de personas viajaban en auto para ir a trotar al parque en comunidad... Algunos runners. Otros, con varices reventadas por el sobrepeso pero ¡ey! Nunca es tarde para empezar a cuidarse.

Pero nada se compara con haber cerrado los colegios... Y acá hubo una grieta que sangrará por los siglos venideros. Pero todavía no vamos a eso. Porque en el 2020 todavía no nos habíamos recibido de doctores de la chota ni nos dieron el diploma de maestro de la verga. Y además las cerraron pero siguieron adelante por medio de una virtualidad que nos quemó las pocas neuronas que quedaban sobreviviendo. Ustedes, solteros o casados sin hijos, se han salvado de la última plaga. Las clases virtuales.

Fue cuando empezaron los zoom. Las clases de los chicos por zoom. Pero las reuniones de padres también por zoom. Las reuniones con tus amigos. Trabajo por zoom y luego, ojo acá: after hours por zoom. Y ya no estabas seguro ni en tu propia casa. Porque corrías el riesgo de tirarte un pedo y que lo escuchen por internet 30 personas a cincuenta kilómetros a la redonda. O que un grupo de ejecutivos al que pertenece tu pareja descubra que en tu casa te paseas en pelotas. O sea, convirtieron en zona laborable los pocos espacios que te quedaban para ser vos mismo. ¿Existe algo peor que eso? Pues claro que sí, campeón. Convertirte también en el maestro de tus niñeces.

Y te sacaron lo más sagrado, quejarte de lo que pasaba en la escuela. Ahora era culpa tuya si tus chicos escribían los palotes torcidos en el renglón, o si cortaban la cartulina como a hachazos. Se había convertido en tu responsabilidad. Y encima lo tenía que hacer bien porque no eran mis hijas las que pasaban vergüenza frente a un grupo de padres asomados tras bambalinas al monitor, eras vos el juzgado. "Pobre Carlitos, con los padres que tiene..." Y las plataformas educativas, que no estaban preparadas todavía, porque estaba todo muy verde, y tenías que subir actividades a las 3 de la madrugada, o lo que es peor, descargarlas para recién hacerlas. Y eso con chicos en nivel inicial. Que de alguna manera es más llevadero. Y con hijos en secundaria, pienso yo, que ya te podés lavar las manos sin culpa. Pero en primaria todavía no te podés hacer el boludo y como si fuera poco tenés que darle vos el contenido al pibe. Si servicios infantiles hubieran pasado por casa el día que tuve que explicarle fracciones a mi hija, me hubieran denunciado. O no. Es probable que me hubieran abrazado, para ponernos a llorar juntos.

A ver si entendemos algo, yo ya fui a la escuela para no estudiar una vez. No tengo ganas de volver a la escuela para no volver a estudiar dos veces.

Y todo siempre con el cagazo de agarrarte el virus. Que no es poca cosa. A nosotros siempre nos pegó en el palo. Una amiga. Un familiar. Un vecino. El compañero de banco del trabajo. Me pasó en diciembre, que tuve un dolor muy fuerte en el pecho. Y listo, me agarré el bicho este de los chinos, la puta que me parió al hijo de puta que se tomó esa sopa de murciélago la concha de su madre, porque no se hacen veganos. Se me hicieron de gelatina las horas pensando en la gente que había comprometido y por ahí las contagiaba y la hacía cagar fuego. Encima había despedido a un flaco que viajaba a Pipa por esos días. ¡Pipa! Que ni tiene salita de urgencias tiene. Me había convertido en el genocida de toda una provincia en el norte de Brasil. Y sin moverme de mi casa; chupáte esa vo´ coreanito Kim Jong-un.

Me daba miedo hasta ir a la guardia, porque si no lo tenía, lo estaba yendo a buscar. Así que hice una de esas visitas médicas virtuales (¡cuando no!) y el doctor que me atendió dijo que no sea boludo, que no tenía ningún coronavirus. Dos días con ibuprofeno y que deje de llorar. Mi mujer, otra doctora del streess, me mandó a tomar un Rivotril, porque seguro era "angustia acumulada". Y me hizo masajitos con alguna crema milagrosa de Just y me mandó a la cama. Al final se me fue. Después volvió un par de veces más el dolor pero nunca fue coronavirus. Al final es cáncer.




Todo bien. Al menos no liquidé a miles de brazucas.

En conclusión, fue un año raro. Muy complejo. Lleno de dificultades, desafíos, lágrimas y sacrificios. Y cada vez estoy más convencido que todo esto que nos pasa no tuvo su origen en Wuhan, ni siquiera en China. Empezó en la región de Yucatán, con un niño perdido que se llamaba Carlos Saúl.



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Fin de espacio publicitario.

5 comentarios:

  1. Muy bueno Milo es para reír y llorar al mismo tiempo!!!

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  2. Excelente de principio a fin !

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  3. Hola, Milo: tenés que hacer un libro con estos relatos. Insisto...¡son geniales!

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  4. Genial Milo! Abrazo grande! Juan Pablo Mayo

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