Ok. Si hay que hacer mea culpa, se hace. Es mi culpa. Por supuesto. Porque nadie me obligó. Pero en un momento dado de la vida, el espejo te devuelve una imagen que corresponde más a Homero Simpson que al recuerdo de quien fuiste. ¿Pero cuándo pasó esto? Si yo quemaba las horas en el gimnasio. Si yo corría maratones. Si yo hacía la dieta de la proteína, de la luna, de la mierda. Ah, claro. Ya no estamos en el 2003.
La verdad es que las señales están bien a la vista; que se te hinchan los pies si estás mucho tiempo parado, que algunas comidas empezaron a caerte mal, el chupi que antes te ponía alegre ahora te da sueño, que corriste el bondi media cuadra pero además de no llegar a pararlo, te tuvieron que asistir con oxígeno. Como que cuesta aceptar que ya se dejó de ser quien fue para pasar a ser lo que quedó.
Puede que no quieras ver las señales están. Pero los espejos no mienten. Los guachos quieras o no reflejan la realidad. En casa, sin embargo, hemos aprendido a vivir una vida plena, sin preocupaciones de trastornos alimentarios ni obsesiones con el aspecto. Existen varios métodos. Aceptarse como uno es. Quererse más allá de los canones de belleza actuales. Y otros más. El nuestro fue no tener espejos de cuerpo completo.
Pero
siempre hay en alguna casa de ropa o algún vidrio que te devuelve un reflejo
medio hijo de puta. Ahí vas y le preguntas a ese que aparece en el reflejo y le
decís “Cómo es que yo me convertí en vos, la concha de tu madre”.
A mí me pasó de darme cuenta de mi reciente silueta de pochoclo no por los espejos sino cuando advertí cierta manía al sentarme. Si quedo más o menos inclinado tipo 90 grados, la remera se me queda atrapada en la buzarda. Como calzón en la raya del ojete pero horizontal. Eso es terrible porque con disimulo tenés que pellizcar la remera a la altura del ombligo (porque es el único lugar donde podés hundir el dedo) y tirar un poquito hasta deslizar la tela del pliegue que existe entre el norte de tu barriga y el pecho y ahí también te das cuenta que decir pecho es una mera formalidad porque en realidad ya sucede que TENES TETAS!
Esta no es igualmente una crónica de cómo me fui haciendo mierda porque esa tal crónica no existe. Se perdió. Lo último que me acuerdo es estar haciendo series de doce en la barra fija y de ahí la memoria me viaja hasta el postre helado Vacalín de chocolate y maracuyá que llevé a lo de mis viejos para año nuevo.
Cada tanto
y para hacer un poco de lugar en los armarios (que buena falta nos sigue
haciendo, como bien se puede apreciar acá) sacamos toda la ropa y la desparramamos por ahí para ver qué onda,
para ver en qué estado quedó. Siempre hay alguna remera que se manchó para el
carajo, un pulóver con más pelotitas que lana o un jean que ya camina solo. Y
¡opa! De un año a otro, la remera se encogió. “Será por la falta de uso” me
digo. O sea. Yo no soy buen mentiroso. Pero es más lo boludo incrédulo que soy
que mal mentiroso así que por un instante me creo que se achicó la remera nomás. Entonces la estiro un cachito con las manos. Y la estiro un cachito más.
Y entonces la estiro con los brazos ya. Y ahora con los brazos, antebrazos y
hombros. Y aflojo, ahí cuando se escucha el grito de las costuras. Así
es que me la pongo y se nota perfectamente que no tiene ninguna arruga.
Impecable. No necesita ni plancharse. Envasado al vacío parezco un matambre, eso sí. Hubiera sido
una cuestión de poca importancia, apenas una remera más que hay que regalar,
sino fuera porque esa era mi remera favorita.
¡Ay! Que
crueldad la de Dionisio.
Todo
empeora cuando no es esa remera solamente. Son seis. Siete. Nueve. Y la que me
regalaron hace unos meses también. Un desastre. En plena época de chupín. Impresentable
salir así. ¿Y qué se puede hacer? ¿Salir a comprar más ropa? Claro. Pero para
eso se tiene que estabilizar la inflación. De la economía y la mía también. No
señor. Acá hay que salir a quemar grasas, señor. Cuando
entrenaba, allá, diez años lejos, nos habían acostumbrado a poner en el espejo
la foto de alguien cuyo aspecto físico se quisiera lograr. Yo había puesto en ese entonces la foto de Eric
Bana en su personaje de Héctor en Troya. Era puramente motivacional. Y había
dado buenos resultados. ¿Por qué no iban a repetirse? No debería ser demasiado
problemático. Fui muchos años a un gimnasio y tomaba el ejercicio con relativa
seriedad. Anotaba mis rendimientos, me ideaba mis propias rutinas separadas por
grupos musculares, ingería suplementos naturales y una dieta balanceada. ¿Qué
tan difícil puede ser? Algunas horas de trabajo duro y ya estoy de nuevo.
Total, el cuerpo tiene memoria. No estaba Eric Bana en mi espejo pero se me
ocurría que mi meta final sería lograr un físico similar al de Dwayne Johnson,
La Roca. Un tipo optimista.
Después de semanas y meses de darle vuelta al asunto, coincidimos con mi mujer que íbamos a empezar en el mismo lugar. Por cuestiones más prácticas por qué otra cosa. En horarios distintos, pero bien organizados para que siempre se quede alguien en casa con las nenas. Así que fuimos a uno cerca de casa que abrió hace poquito y por eso ofrecía un 2x1 en la mayoría de las actividades. Como con mi mujer veníamos de diferentes lugares, quedamos en encontrarnos en la puerta y participar de la clase de prueba.
Ya me dio
mala espina que mi mujer prefiera encontrarse en la esquina y no en la puerta.
No me lo vi venir entonces. Sucedió que cuando la encuentro, al borde de un
ataque de pánico, me cuestiona la pésima decisión del horario ya que a éstas
horas de la tarde aumentas las posibilidades de toparse con de alumnos suyos, circunstancia que la avergüenza mucho. Me abandona pero promete
que va a venir a la clase de prueba a la que nos anotamos pero ella lo haría de
mañana. No de tarde, lleno de pubertos. Me pareció apropiado. Yo ingresé.
Por
empezar, fui con una yoguineta y una remera holgada y cómoda. Pésimo vestuario
porque ahora la gente que va a entrenar se viste como modelando para Under
Armour o Everlast. Como que se producen, se peinan con gel y se perfuman. Como si vinieran a otra cosa que a chivar y ensuciarse. Y se visten de colores brillantes. Los más brillantes posible. Porque
se ve que te tienen que ver de todos lados para que si a un auto se le ocurra maniobrar por adentro del gimnasio, te vea y no te lleve puesto. Y ojo, que yo no era
un desentendido del tema. Había ido muchos años a gimnasios. Pero no era lo que
yo recordaba. Me metí en un galpón. Decorado con grafitis. La muchacha de la recepción me recuerda que traiga el apto físico cuando pueda y me hace pasar por un molinete que se activa con una ficha electrónica. Muy Tony Stark todo. Y no había máquinas. Lo
que sí había era una turba de personas alrededor de una muchacha que daba las
consignas. Era la entrenadora.
Cuestión que me presento, le pregunto de que se
trata todo esto y me dice sin muchos rodeos: -La que está en el pizarrón es la
rutina. Seguíla y cualquier cosa me decís.- Pim. Pum. Pam. Fin de la intervención. O
sea. Flaca. Yo quiero tu laburo. Seguro sos el orgullo del Dickens. “Traete para la próxima el apta
físico” me dice también.
Lo peor era el cartelito pelotudo que estaba arriba del pizarrón. “De vos depende”. Pero manga de forros; estoy así justamente porque dependió de mí todo este tiempo. A parte hay otro mensaje muy macabro. Si venís, haces lo que te dice ese pizarrón de mierda, pagas la cuota religiosamente, pero no conseguís el resultado que querés, ¡la culpa es tuya! No que ellos te hayan dejado seguir las instrucciones de un pizarrón que le dice a la piba de 17 años que pesa 38 kilos lo mismo que te dice a vos, que la duplicas en edad y triplicás en peso y la última actividad medianamente deportiva fue jugar con la Wii con tu sobrinito.
De todas
formas, muy obedientemente me dispuse a seguir la rutina escrita esa. Porque de mí depende. Lo
primero fue conseguir una colchoneta y después un lugar donde apoyarla. Porque éramos
varios los que teníamos que echarnos al suelo y no entrabamos todos. Al final
no importa cómo te coloques porque de una forma u otra le vas a terminar apuntando
el orto a otra persona que está haciendo flexiones de brazos. Bien. Empezaba
con levantamiento de cola, a una pierna. El pizarrón te decía que hacer,
pero no como hacerlo. Sin dibujitos. Sin tutorial de Youtube. Medio lo hacías como podías. Yo sé que me veía muy ridículo,
pero ya para la tercera repetición mi objetivo era no desgarrarme así que tuve
que dejar que la remera se me subiera y me quedara de pupera los siguientes 40
segundos. Todo muy fashion. Vos ves a La Roca con una pupera puesta y quedará
polémico en todo caso. Pero nunca ridículo. Claro, es que mi remera de algodón
no era además super dry fit full lycra y no pasó ni un ejercicio para que aparezcan
tremendos lamparones de chivo en espalda, cuello y axilas.
Esa vieja escuela sí se puede ver. |
Lo gracioso es que realicé la rutina y llegué al final de los ejercicios solo para ver que aparece un último renglón furioso que dice “Repetir x 4”. Porque, claro, para que pensar en doce ejercicios distintos si podés pensar en tres y ponerlos en bucle. Terminé roto. Pero roto mal. Arqueado como un gancho de carnicero. Cuando la entrenadora me dijo que terminamos -TERMINAMOS. PLURAL- me recordó lo del apta físico. Yo salí como pude, con la cadera al hombro, la remera pupera arrugada de transpiración, la cara arrebatada de esfuerzo y la dignidad olvidada. La mina del mostrador me saluda y me dice otra vez que no me olvide el apta físico. ¿Pero tanto miedo tienen que me agarre un paro en este galpón de mierda? ¡Ojalá! ¡Ojalá volviera para quedarme seco acá nomás! Justo debajo de ese pizarrón nefasto que me decía que haga lo que cualquier boludo haría por su cuenta si le ocurre jugar a ser Rocky mientras tararea Eye of the Tiger.
No volví
más. La única ganadora en todo esto fue mi mujer que huyó como rata. ¿Y todo
para qué? ¿Para ir a un galpón 2 horas 6 días cuando ya trabajo en uno 8x5?
¿Acaso hay algún mérito en llegar con el abdomen plano a los 40? Y es que hay
algo que no te muestran las dietas de Colmillot en todas sus estadísticas y sus
balances: la gente flaca siempre está de mal humor. La galleta de arroz te da
mal humor. El apio te da mal humor. La vida
sin sal te da mal humor. El Casancrem Verde te da mal humor. En cambio, los gordos siempre somos simpáticos. Y
somos buenos. El alivio cómico. Nunca el malo de la película. El gordo bueno.
Se acabó. Voy a poner
en mi espejo la foto de Darío Barassi.
Que también usa chupines.
Que también usa chupines.
Hola. No suelo leer blogs personales (menos aun cuando no sé quien está del otro lado) pero cuando la curiosidad te gana más... nunca fui a un gimnasio pero coincido que hay ciertos ejercicios que los podes hacer gratis y hasta en nuestra propia casa.
ResponderEliminarEl final me dejó... en shock. En mi caso estoy por debajo de peso, luchando día a día por conseguir y mantenerme en mi peso "ideal" y lo de nuestro humor... prefiero no entrar en detalles porque depende de muchos factores.
PD: te encontré porque nos seguimos en Goodreads. Buenas vibras =)
¡Este relato me parece genial, Milo! Una verdadera catarsis sobre el paso del tiempo y sus justificaciones.
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