- La vecina de abajo dice que le gotea el aire - informa mi mujer.
No hay modo de convencer a mi mujer que el aire acondicionado gotea, así, por naturaleza nomás. Cito ejemplos fundamentados en conocimientos termodinámicos, comparo lo que sucede con la máquina frigorífica de Carnot, postulo la diferencia entre calor y temperatura y traigo a la conversación a los profesores de mi secundario industrial. Pero siempre pierdo contra el mismo ancho de espadas que me tira en cada conversación: “vos sos un pajero”. Y sí. Ella sabe, tan bien como yo, que me muevo por la vida con el dogma de que hasta que la lamparita no estalle, aunque cada tanto titile, no la voy a cambiar.
Una cosa lleva
a la otra y a pesar de que arriesgo mi integridad colgándome en altura del
maldito aparato para ver qué carajo le pasa (lo instaló un hijo de puta
resentido de la vida por no haber ingresado en la escuela de equilibristas), no
consigo saber qué estaría andando mal. Obvio que es porque, justamente, anda
bien. Pero ni a mi mujer ni a la argolluda de mi vecina de abajo les alcanzan las
explicaciones de Carnot, de mis profesores del secundario, ni entenderían jamás
de termodinámica para echarle la culpa al clima y no a mí, que no quiero arreglar el
puto aire.
Y mientras, el aire sigue
goteando. Para meter presión, la vecina de abajo, en actuación que amerita una nominación al oscar por el papel de hacerse la boluda, coloca justo justo un juego de
reposeras en el preciso lugar donde cae esa minusvalorada gotita de H20,
Mi mujer llama
al técnico. Me cobra 4 gambas por hacer lo mismo que yo: treparse al balcón. Le
pone cinta nueva y ¡vualá! No gotea más. ¡Y si lo probás un día de radiante sol sin nubes, capo!
Y... qué te puedo cobrar? |
Sucede que
mientras secundaba al técnico en el muy alto techo de mi casa, donde se accede por
una claraboya tal como si fuera la tubería de Super Mario, diviso allá abajo la
tapa de un pasacables que creí perdida luego de una tormenta. Había quedado
sobre la losa de Helga, la vieja vecina de al lado (la llamaremos así para
mantener su anonimato; aparte es un nombre más épico que Olga).
Como para
subsanar un poco la imagen, después de que el técnico se marchó, se me ocurrió
que podía recuperar esa tapa y colocarla. Luego se la mostraría puesta a mi
mujer y todo terminaría en un empate.
Dicho y hecho,
salgo a la calle y le toco timbre a la Helga.
Me atiende en bata.
Le explico que necesitaba permiso para acceder a su techo a recuperar la tapa
del pasacables que se cayó con la tormenta del último verano. Es sábado 10AM. Helga
es jubilada. Y es viuda. Y aunque las convenciones sobre los gustos varíen de persona a persona, y
aunque la bata pueda sugerirlo, es poco probable que esté garchando con alguien.
Sin embargo, me dice que en este momento no puedo pasar. Debe ser por la cara de
violador de viejas hechas mierda que tengo, que sé yo. Le expreso que no
necesito acceder a su casa, sólo le pido permiso para caminar por
su techo y no crea que se trata de un ladrón. Y hete aquí que la vieja Helga, apelando a su fragilidad y su solitaria necesidad de
un hombre que la ayude, me pide si de paso, ya que voy a subirme a su propia
terraza, no puedo despejarle la canaleta que le entra humedad al dormitorio de
lo tapada que debe estar. Accedo de buena gana. Porque soy un pelotudo al que
lo acaban de engolosinar con un mimo a la virilidad; esa puta virilidad que todo el tiempo ponemos
a competir contra otros, como por ejemplo, contra un técnico en aire
acondicionado.
Entre mi balcón y la terraza de Helga se interpone la medianera (la misma que soporta el equipo
del aire) y que llega a una altura de metro ochenta. Apoyo la escalera, me
trepo y un poco medio que me acobardo al momento de saltar al otro lado. El
tema es que yo, de pibe, era muy ágil. No había árbol suficientemente alto como
para no ser trepado. Ir a buscar la pelota cuando se colgaba en la casa de
algún vecino formaba para mí parte de la diversión. Alguna vez hasta llegaron a
apodarme “Mono” por esta destreza. Creo yo que había revivido un lapsus juvenil
o no estaba siendo consiente del todo cuando junté coraje y al final salté.
No seas cagón, no pasa nada |
Ese lapsus tan
jovial y corajudo que me invitó a saltar desapareció. Su lugar lo ocupó la
cruel revelación de que los años no venían solos, que ya no soy un pibe y de
que tengo que aflojar con lo dulce. Pero todavía no estaba puteando a la vieja
porque no había visto aún esa puta canaleta que tenía que limpiar. No estaba
tapada por hojas secas, como suponía esta señora. No. Yo no había llevado
ninguna pala, escoba ni nada en mi cruzada porque, siendo un inexperto en
esa materia, creí que un par de manos curtidas, acostumbradas a la herrería y
al metal, bastaban. No eran ramas lo que obturaban el desagote, eran soretes de
gatos. De sus gatos.
Me pregunté que
mierda hacía yo ahí, invitado a destapar la canaleta de esta vieja, cuando no
hago ni una mínima fracción de este esfuerzo por mantener limpia la de mi casa.
¿Cómo pudo ser?
Mi tarea se
limitó a barrer los soretes duros con un palito del tamaño de un lápiz que
había por ahí. Creo que los antiguos presidiarios del penal de Ushuaia tenían
que realizar tareas como ésta hasta que se amotinaron y ya no lo hicieron más.
Con el mismo palito pinche los agujeros de la rejilla que los pelos de los gatos
esos fueron obstruyendo. Y listo. Sin soretes que quitar y habiendo coqueteado
con la toxoplasmosis, no quedaba nada más que hacer ahí.
Salvo, claro,
salir de ahí.
Medí bien la
altura desde donde me tiré, poco más de dos metros y medio de pared sin revoque
fino. Estaba encerrado por esa pared y el vacío que daba a la vereda. Saltar a
la vereda no era una opción porque no me importaba tanto morir como morir afuera
de la casa de la vieja y que ella quedara libre de cualquier responsabilidad.
Por lo menos que se coma un juicio o algo. Además dos metros y medio no era tan
alto. Si estiraba los brazos casi que podía agarrarme del borde.
Y apareció otra
vez ese estúpido lapsus juvenil. No sé qué se me pasó por la cabeza en ese
instante. Quizás me pensé en algún juego de la franquicia del Assassin´s Creed.
O subestimé a esos que hacen parkour en los videítos de YouTube. La cosa es que
salte contra la pared y conseguí agarrarme. Yo alguna vez fui al gimnasio.
Alguna vez me colgaba del fierro ese y hacía barra al pecho. No me habré dado
cuenta en ese momento que sólo habían pasado unos doce o trece años desde
entonces. Pero no había vuelta atrás. Tanto me había hecho mierda los pies, las
rodillas y cada bendita articulación cuando me tiré de la medianera que ahora
tenía miedo de saltar cualquier altura superior a la del cordón de la vereda.
No se cómo,
pero trepé.
En realidad sí
sé cómo. No hace falta nada más que ver los raspones que me quedaron en el
cuerpo para entender más o menos cómo sucedió:
Si bien yo hice
fuerza, lo que realmente permitió que no me cayera o que me soltase fue el
revoque de la pared, que de tan áspero prácticamente me quedé pegado cual
lagartija. ¿Alguna vez alguien se raspó la axila? ¿Es posible rasparse una
axila? Una vez que logré asomar el torso, me encontré con otro vecino, el Maxi, que venía de sacar a pasear a su
perrito. No preguntó qué estaba haciendo yo ahí, colgado de la medianera. Saludó
y se metió adentro, sin ofrecerme una mano ni nada. Pero no lo culpo. Con la
mano llena de mierda y el cuerpo todo arañado y raspado habrá pensado que me
cogí a alguno de los gatos de Helga.
La jornada llega
a su fin cuando regreso a la puerta de mi entrañable vecina del alma Helga y le
informo que su canaleta ya está limpia y radiante, esperando a que sus gatos la
vuelvan a llenar de soretes. Me agradece con toda la ternura de las abuelas. Me
repite lo mucho que necesita un hombre para que la ayude con esta clase de
quehaceres y adivinando el curso de la charla, ya empiezo a alejarme un poco de
ella. Se ve que intuyó mi cobarde actuar, porque mientras me despide me dice:
- Qué bueno que
nos ayudemos entre nosotros. Un poquito vos, un poquito yo…
Esta frase
encierra un mensaje fundamental: después de esto, la vieja ni siquiera si
siente en deuda. Para ella quedamos a mano. Para ella el esfuerzo de saltar,
rasparse hasta el ojete, ensuciarse con mierda de sus gatos y joderse las
rodillas durante un mes vale lo mismo que asomarse en bata por la puerta.
Me fui puteando. Pero al menos me hice con la tapa del pasacables que rescaté de entre los soretes. No la instalé todavía. Ya lo voy a hacer. Seguro cuando se me pase la calentura de todo este quilombo y ya no me duelan tanto las piernas y me olvide de Helga y de la mina de abajo que no hace más que hinchar las pelotas porque ¡ah! no les terminé de contar. El aire sigue goteando.
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