viernes, 13 de julio de 2018

Buenos Vecinos





- La vecina de abajo dice que le gotea el aire - informa mi mujer.

No hay modo de convencer a mi mujer que el aire acondicionado gotea, así, por naturaleza nomás. Cito ejemplos fundamentados en conocimientos termodinámicos, comparo lo que sucede con la máquina frigorífica de Carnot, postulo la diferencia entre calor y temperatura y traigo a la conversación a los profesores de mi secundario industrial. Pero siempre pierdo contra el mismo ancho de espadas que me tira en cada conversación: “vos sos un pajero”. Y sí. Ella sabe, tan bien como yo, que me muevo por la vida con el dogma de que hasta que la lamparita no estalle, aunque cada tanto titile, no la voy a cambiar.

Una cosa lleva a la otra y a pesar de que arriesgo mi integridad colgándome en altura del maldito aparato para ver qué carajo le pasa (lo instaló un hijo de puta resentido de la vida por no haber ingresado en la escuela de equilibristas), no consigo saber qué estaría andando mal. Obvio que es porque, justamente, anda bien. Pero ni a mi mujer ni a la argolluda de mi vecina de abajo les alcanzan las explicaciones de Carnot, de mis profesores del secundario, ni entenderían jamás de termodinámica para echarle la culpa al clima y no a mí, que no quiero arreglar el puto aire.

Y mientras, el aire sigue goteando. Para meter presión, la vecina de abajo, en actuación que amerita una nominación al oscar por el papel de hacerse la boluda, coloca justo justo un juego de reposeras en el preciso lugar donde cae esa minusvalorada gotita de H20, 

Mi mujer llama al técnico. Me cobra 4 gambas por hacer lo mismo que yo: treparse al balcón. Le pone cinta nueva y ¡vualá! No gotea más. ¡Y si lo probás un día de radiante sol sin nubes, capo! 

Y... qué te puedo cobrar?
Pero no trata esta entrada de cómo se echó por tierra mi aparente masculinidad ferretera de macho alfa que arregla su propia cabaña. Sino de cómo mejoraría el mundo si no se compartieran medianeras con nadie. O para mejor, si existiera la posibilidad de interponer entra mi vivienda y la contigua una distancia de no menos de veinte metros.

Sucede que mientras secundaba al técnico en el muy alto techo de mi casa, donde se accede por una claraboya tal como si fuera la tubería de Super Mario, diviso allá abajo la tapa de un pasacables que creí perdida luego de una tormenta. Había quedado sobre la losa de Helga, la vieja vecina de al lado (la llamaremos así para mantener su anonimato; aparte es un nombre más épico que Olga).

Como para subsanar un poco la imagen, después de que el técnico se marchó, se me ocurrió que podía recuperar esa tapa y colocarla. Luego se la mostraría puesta a mi mujer y todo terminaría en un empate.

Dicho y hecho, salgo a la calle y le toco timbre a la Helga.

Me atiende en bata. Le explico que necesitaba permiso para acceder a su techo a recuperar la tapa del pasacables que se cayó con la tormenta del último verano. Es sábado 10AM. Helga es jubilada. Y es viuda. Y aunque las convenciones sobre los gustos varíen de persona a persona, y aunque la bata pueda sugerirlo, es poco probable que esté garchando con alguien. Sin embargo, me dice que en este momento no puedo pasar. Debe ser por la cara de violador de viejas hechas mierda que tengo, que sé yo. Le expreso que no necesito acceder a su casa, sólo le pido permiso para caminar por su techo y no crea que se trata de un ladrón. Y hete aquí que la vieja Helga, apelando a su fragilidad y su solitaria necesidad de un hombre que la ayude, me pide si de paso, ya que voy a subirme a su propia terraza, no puedo despejarle la canaleta que le entra humedad al dormitorio de lo tapada que debe estar. Accedo de buena gana. Porque soy un pelotudo al que lo acaban de engolosinar con un mimo a la virilidad; esa puta virilidad que todo el tiempo ponemos a competir contra otros, como por ejemplo, contra un técnico en aire acondicionado.

Entre mi balcón y la terraza de Helga se interpone la medianera (la misma que soporta el equipo del aire) y que llega a una altura de metro ochenta. Apoyo la escalera, me trepo y un poco medio que me acobardo al momento de saltar al otro lado. El tema es que yo, de pibe, era muy ágil. No había árbol suficientemente alto como para no ser trepado. Ir a buscar la pelota cuando se colgaba en la casa de algún vecino formaba para mí parte de la diversión. Alguna vez hasta llegaron a apodarme “Mono” por esta destreza. Creo yo que había revivido un lapsus juvenil o no estaba siendo consiente del todo cuando junté coraje y al final salté.

No seas cagón, no pasa nada
Creo que hasta este día nunca tuve conciencia de mis huesos. Sí, una vez de chico me quebré un brazo. Pero eso fue hace mucho. Es que mientras no jodan, no se rompan o no les pase algo como artritis o esas enfermedades, uno como que no está pendiente de su existencia. Al llegar a la losa de la vieja, tras una caída libre de como dos segundos, sentí que las costillas se comprimían como fuelle de un bandoneón. Me di contra el piso. Me dolió como si hubiera frenado el tren Sarmiento con la pera. Y ahí me quedé, en la terraza de la vieja Helga. Rodando y gimiendo como si estuviera pidiendo un foul.

Ese lapsus tan jovial y corajudo que me invitó a saltar desapareció. Su lugar lo ocupó la cruel revelación de que los años no venían solos, que ya no soy un pibe y de que tengo que aflojar con lo dulce. Pero todavía no estaba puteando a la vieja porque no había visto aún esa puta canaleta que tenía que limpiar. No estaba tapada por hojas secas, como suponía esta señora. No. Yo no había llevado ninguna pala, escoba ni nada en mi cruzada porque, siendo un inexperto en esa materia, creí que un par de manos curtidas, acostumbradas a la herrería y al metal, bastaban. No eran ramas lo que obturaban el desagote, eran soretes de gatos. De sus gatos.

Me pregunté que mierda hacía yo ahí, invitado a destapar la canaleta de esta vieja, cuando no hago ni una mínima fracción de este esfuerzo por mantener limpia la de mi casa. ¿Cómo pudo ser?

Mi tarea se limitó a barrer los soretes duros con un palito del tamaño de un lápiz que había por ahí. Creo que los antiguos presidiarios del penal de Ushuaia tenían que realizar tareas como ésta hasta que se amotinaron y ya no lo hicieron más. Con el mismo palito pinche los agujeros de la rejilla que los pelos de los gatos esos fueron obstruyendo. Y listo. Sin soretes que quitar y habiendo coqueteado con la toxoplasmosis, no quedaba nada más que hacer ahí.

Salvo, claro, salir de ahí.

Medí bien la altura desde donde me tiré, poco más de dos metros y medio de pared sin revoque fino. Estaba encerrado por esa pared y el vacío que daba a la vereda. Saltar a la vereda no era una opción porque no me importaba tanto morir como morir afuera de la casa de la vieja y que ella quedara libre de cualquier responsabilidad. Por lo menos que se coma un juicio o algo. Además dos metros y medio no era tan alto. Si estiraba los brazos casi que podía agarrarme del borde.

Necesito un plomero. Pago con caramelos.

Y apareció otra vez ese estúpido lapsus juvenil. No sé qué se me pasó por la cabeza en ese instante. Quizás me pensé en algún juego de la franquicia del Assassin´s Creed. O subestimé a esos que hacen parkour en los videítos de YouTube. La cosa es que salte contra la pared y conseguí agarrarme. Yo alguna vez fui al gimnasio. Alguna vez me colgaba del fierro ese y hacía barra al pecho. No me habré dado cuenta en ese momento que sólo habían pasado unos doce o trece años desde entonces. Pero no había vuelta atrás. Tanto me había hecho mierda los pies, las rodillas y cada bendita articulación cuando me tiré de la medianera que ahora tenía miedo de saltar cualquier altura superior a la del cordón de la vereda.

No se cómo, pero trepé.

En realidad sí sé cómo. No hace falta nada más que ver los raspones que me quedaron en el cuerpo para entender más o menos cómo sucedió:

Si bien yo hice fuerza, lo que realmente permitió que no me cayera o que me soltase fue el revoque de la pared, que de tan áspero prácticamente me quedé pegado cual lagartija. ¿Alguna vez alguien se raspó la axila? ¿Es posible rasparse una axila? Una vez que logré asomar el torso, me encontré con otro vecino, el Maxi, que venía de sacar a pasear a su perrito. No preguntó qué estaba haciendo yo ahí, colgado de la medianera. Saludó y se metió adentro, sin ofrecerme una mano ni nada. Pero no lo culpo. Con la mano llena de mierda y el cuerpo todo arañado y raspado habrá pensado que me cogí a alguno de los gatos de Helga.  

La jornada llega a su fin cuando regreso a la puerta de mi entrañable vecina del alma Helga y le informo que su canaleta ya está limpia y radiante, esperando a que sus gatos la vuelvan a llenar de soretes. Me agradece con toda la ternura de las abuelas. Me repite lo mucho que necesita un hombre para que la ayude con esta clase de quehaceres y adivinando el curso de la charla, ya empiezo a alejarme un poco de ella. Se ve que intuyó mi cobarde actuar, porque mientras me despide me dice:

- Qué bueno que nos ayudemos entre nosotros. Un poquito vos, un poquito yo… 

Esta frase encierra un mensaje fundamental: después de esto, la vieja ni siquiera si siente en deuda. Para ella quedamos a mano. Para ella el esfuerzo de saltar, rasparse hasta el ojete, ensuciarse con mierda de sus gatos y joderse las rodillas durante un mes vale lo mismo que asomarse en bata por la puerta.

Me fui puteando. Pero al menos me hice con la tapa del pasacables que rescaté de entre los soretes. No la instalé todavía. Ya lo voy a hacer. Seguro cuando se me pase la calentura de todo este quilombo y ya no me duelan tanto las piernas y me olvide de Helga y de la mina de abajo que no hace más que hinchar las pelotas porque ¡ah! no les terminé de contar. El aire sigue goteando.  


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