Me
resulta difícil relatar la reciente jornada en este blog que recopila algunas
anti-aventuras porque al final de todo me di cuenta que no la pase mal.
Todo
comenzó hace medio año. Cuando nuestras aspiraciones a irnos de vacaciones
rozaban destinos turísticos bastante más costosos y en lugares cien veces más
fantásticos. Como sabrán, dada la cada vez más abultada panza de mi mujer, los
planes fueron “reorganizándose” a unas posibilidades más coherentes. Supongo
que esta es una manera de explicar – y de justificar – el hecho de que he
trabajado y planificado demasiado poco lo que íbamos a hacer en el verano.
Excusas sobran, lo que no tenía era cara.
Sucedió
que el viaje se devaluó, por así decirlo, y pasó de ser una estadía en la
trillada nación azteca a una visita a la maravillosa, pacífica y recientemente
redescubierta comarca de Costa del Este, en unas cabañas de ensueño. Cuando
nuestro paseo llegó a si fin y le pregunté a mi mujer si las vacaciones – en
pleno noviembre – le habían gustado, su respuesta fue levantar una ceja…
Finalmente
decidimos tomarnos unas vacaciones como Dios manda, una en la que puedas
descansar todo el día, que te cocinen, que te hagan la cama y que puedas poner
los huevos a tostarse al sol sin que ninguna preocupación te hinche las
pelotas. Y claro, acorde al bolsillo actual. Así fue que guiados por la buen
opinión de mi mujer en viajes anteriores, pusimos rumbo a la empresa turística,
que no voy a decir cual así que la llamaré Sol & Luna. Mis viejos hacen uso
de sus servicios hace muchos años ya. Cuando me mostraban las fotos de sus
vacaciones yo me burlaba. Las comparaba con las fotos de mis aventureras
vacaciones en travesías de montañas insondables, navegando ríos indómitos en
cañones ocultos, columpiándome en vacíos abisales sorteando mi vida a la
resistencia de un arnés… ¿Y mis viejos? Sentados en reposeras a la vera de la
pileta de Cocoon.
Elegimos
Córdoba. Huerta Grande sería nuestro destino.
Pagamos
mierda por una semana en un hotel doble pensión y micro. Y la sorpresa no se
hizo esperar. El micro estaba colmado de viejos. El promedio de edad de la
tripulación rondaría los 70 años. Y debo aclarar que no tengo nada contra la
gente mayor; es la gente mayor la que tiene problemas contra todo y todos. Ya
en la terminal, dispuestos a subir al micro, la gente mayor se apelotonaba, con
desconfianza de hacer filas, creyendo que alguien va a robarle la butaca o que
la pudieran dejar abajo. Subimos casi últimos, nos tocaron los asientos más
adelantados del piso de abajo. Durante los primeros kilómetros me permití
lanzar algunos chascarrillos que compartía en el grupo familiar de whatsapp.
Pero con algunas cosas no se jode.
Dos
viejas, contiguamente sentadas, iniciaron su larga conversación para ponerse al
día después de ponerse al día luego de no verse por tres o cuatro vidas.
-
…el yerno de la Irma. Se fue, dejó todo y se fue.
-
Nnnnnneeen (gemido de desapruebo) Se
había puesto buen mozo.
-
Y sí, cuchame, se había puesto flaco y todo. Rodrigo viste que dejado que era.
-
¿Te lo contó Irma?
-
No, Irma no sabe. Sabes qué si se entera, no? No da para disgustos…
Nuestro
coordinador se presenta. Un mozalbete llamado Tomás, al que la empresa le tenía
bronca, seguramente. Nos saluda, nos explica que a media noche íbamos a parar
en un parador a cenar y nos repartió unas medialunas para acompañar un cafecito
que enseguida se puso a preparar.
Hormona Dominguez |
En
el piso se arriba una vieja se quejaba de que no le habían dado medialunas. Después
de una interminable peregrinación al baño (el descenso por la escalera era tan
dramática como una toma de rehenes en un banco) regresó a su butaca sin notar
que el muchachito se la había dejado en el asiento. A cualquiera le puede
pasar. Pero cualquiera se daría cuenta que se acababa de sentar sobre una
canastita plástica con dos medialunas dentro. Esas pobres y torturadas
medialunas quien sabe cuándo tiempo pasaron apresadas debajo de las expandidas
caderas de la mujer a la que con mi señora llamamos Hormona Domínguez en
homenaje al personaje de la película Metegol, una anciana travestida que se
camuflaba en un equipo barrial de fútbol para pasar desapercibida.
Y
comienza la odisea.
Una
señora, que viaja con tres amigas, pide que bajen el aire. Vestía una blusa de
hilo. Martes. 22 hs. 29º de térmica. Es secundada por alguien dos asientos
atrás. El aire acondicionado se apaga y lo ponen en ventilador. Empieza la
película. Héroe de Centro Comercial 2.
-
Que película de porquería – dice una de las viejas que hablaban del yerno de
Irma.
-
Está muy alto. ¡No se puede hablar!
El
volumen de las teles comienza a oscilar según las exigencias de un público que
no tenía a la misma graduación el auricular. Tomás recorre las pantallas para
regular cada televisor independiente me. Termina la película y el micro se
detiene minutos después en el parador. La misma efusiva carrera a la puerta se
repite pero en sentido contrario. Un momento antes, para descender de la escalera
o levantarse del asiento los viejos se tomaban una condenada eternidad; ahora
los viejos, como si hubieran ingerido una sobredosis de 102 años plus, gozan de
un juvenil lapsus de velocistas y compiten en alcanzar el baño del parador.
Todos huyen del micro, salvo una señora. Muy mayor que elige quedarse adentro
porque afuera “está feo”. Tomamos una gaseosa y volvemos al micro quince
minutos antes de la hora de salir al ruedo nuevamente. La vieja, encerrada
dentro del micro, buscaba el picaporte para salir del micro. Su marido, desde
afuera la imitaba. Se gritaban a través del cristal.
-
No lo encuentro.
-
¿Lo viste?
-
¿Lo viste vos?
-
¿Pero donde esta?
-
¡Qué si lo viste!
No
se escuchaban.
Llegamos
al hotel en cuestión, un hotel sindical de tantos que hay en esa parte de
Córdoba. Mi mujer le pide una breve opinión a una chica que estaba por irse del
hotel y que había venido por la misma empresa.
-
Si, es re tranqui pero... – su rostro se torna gris - ...no pierdas de vista
las reposeras.
Si
fuera un diálogo de una película de terror, se habría iluminado el cielo por un
dramático relámpago.
Cuestión
que almorzamos, albóndigas y con puré (que amablemente le cedí a mi mujer) y
nos tomamos una reparadora siesta. Despertamos a las 5:30, dispuestos a pasar
por la pileta y comprendimos las aterradoras palabras de la piba: las reposeras
estaban todas ocupadas; eran 5 reposeras para 70 vacacionistas. Cinco reposeras
de esas largas, del estilo camastro, de las cuales los viejos no pueden
levantarse por sí solos pero los ancianos suicidas las ocupaban todas. Todas
las sombras del predio estaban ocupadas por viejecitas que se abrigaban para ir
a la sombra.
Mientras
me tiro a la pileta, se escucha de fondo una discusión. Una mujer, que no se
alejaba de los 60 años discutía con el bañero, un muchachín de 20 años recién
salido del horno, porque no le querían dar una reposera aquella familia que
retenían 2. Había varias sillas plásticas, pero el escándalo era por la
reposera.
Nos
dieron la charla sobre las excursiones. Mi mujer quería que yo conociese “Los
Cocos”. A mí me vendieron muy bien vendido la visita nocturna al castillo del
conde Estevez.
Contratamos
la de los Cocos y salimos.
Luego
de un recorrido en combi que nos paseó por alguna que otra fábrica de
alfajores, un dique y barios pueblitos terminamos en Los Cocos. Lugar afamado
por los tradicionales viajes de egresados de colegios primarios. Lugar donde
los mieleros se sacan esa célebre foto posando atrás de una luna en cuarto
menguante. En fin, el paseo del parque es bonito. Y tiene un laberinto marcado
con ligustrinas de metro y medio. Lo anecdótico de esta parte es que mi nena se
mandó por un agujero en la ligustrina que la llevó al pasillo contiguo. Mi
mujer se mandó por el agujero atrás de ella y a mí se me ocurrió la genial idea
de “¡Yo la agarro del otro lado!” Un boludo. ¿Qué otro lado iba a tener un
laberinto...? Sucedió que rápidamente mi mujer dio con la jodida de mi hija que
corría cegándose de risa pero yo me perdí en un laberinto pensado para pibes.
Los viejos con quienes compartimos la excursión, enfurecidos por nuestro
retraso. Como si tuvieran algo que hacer los hijos de puta.
Pero
lo más interesante del día sucedió esa misma noche.
Tuvo
lugar aquella noche, después de la cena, un show humorístico que se llevaba a
cabo en La Falda, a pocas cuadras del hotel. Dos camionetas alcanzaban a los
que querían ir a verla y después los traían de regreso. Nos enteramos más tarde
de que allí también hubo un breve aunque intenso altercado por la
disponibilidad de asientos. Aquel grupito de cuatro amigas – la que se quejaba
del aire en el micro era una de éstas – se disputaba unos asientos que
pretendían reservarse con otra pareja. Nosotros nos quedamos y yo en particular
me quedé haciendo lobby varias horas, libro en mano, tomándome un fernet.
Si,
un fernet. Pagué 75 pesos por un vaso de fernet. Sólo porque me encontraba en
la capital del fernet con cola. Tengo botella y media de fernet en mi casa que
no tomo pero como todo buen argentino recibido en la academia del boludo, ahí,
en el lobby del hotel se me cantaron ganas de tomar un fernet.
No
va que, aproximadamente 2 de la mañana, cierro el libro y me pongo en camino a
la habitación, que llega el contingente de los que fueron al show. Un
señor sube por las escaleras y de
repente regresa tosiendo como un condenado, tropezándose con los escalones.
-
¡No se puede respirar! ¡Es terrible, se está quemando algo!
Su
grito da la alarma a flaquito que se embolaba en su turno nocturno detrás del
mostrador de la recepción. El flaquito sube corriendo. Detrás del flaquito,
suben como tres boludos que fueron a comprobar si era verdad o mentira. Bajan todos escupiendo los pulmones. “¡Fuego!
Alguien haga algo por Dios!” gritaba una mujer. El lobby, minutos atrás
desolado, se convulsionó.
Llegaron
los bomberos. Llegaron ambulancias. Dos patrulleros de policía. Evacuaron las
habitaciones. La gente bajaba con más cara de dormido que asustados. Los
bomberos nos llevan a todos afuera. Digo a mí porque mi familia se había
quedado en la habitación, en la otra punta del complejo donde no corrían
peligro. Entonces un bombero acompaña a la vieja que había pedido apagar el
aire en el micro, la vieja se desprende del abrazo del bombero y se sienta en
el lobby lo mas campante.
-
Ya está, ya está. Gracias eh.
-
Señora vamos a despejar esta zona sí, acompáñeme que...
-
Nooo mijo. Afuera el rocío me hace mal.
-
¡Venía a fuera Gra! – gritó una de sus amigas – Te va a hacer mal el humo.
-
Acá está mejor que afuera. Vénganse que se van a enfermar.
Las
otras tres, junto con Hormona Dominguez, quien consiguió adaptarse bien en esos
días, regresaron adentro. El bombero puso los ojos en blanco y volvió a subir a
ojo de la tormenta.
Hora
y media más tarde descubrieron todos aquellos profesionales de la seguridad
pública que nada se estaba quemando. Todo el quilombo había sido causado por un
chorro de aerosol de pimienta disparado en un pasillo que no circulaba
demasiado aire. Los del hotel se fijaron en las cámaras de seguridad y se
encontraron que la señora de los 60 y tantos que se peleaba por las reposeras
había tirado gas pimienta la muy hija de puta. Todo para vengarse del
administrador del hotel con quien se había agarrado también aquella tarde. A la
vieja la habían llamado la atención porque se mandó a hacer topless al costado de
la pileta. Yo no la vi. Dios es sabio.
El
administrador del hotel aprovecho el bardo para acusar a una del grupito de 4
amigas porque había colillas de cigarrillo en la habitación. La mujer,
despechada, reaccionó acudiendo a que no podían revolver la intimidad de las
habitaciones.
-
¿Pero usted no se da cuenta que pude iniciar una desgracia?
-
¡Esa no es razón para meterse en la vida de uno! ¿Dónde se vio?
Como
se imaginarán todos, esa discusión la ganó la vieja. Es que las 4 viejas
provenían del sector más temido de la sociedad, profesionales de los rincones
más perturbadores de la comunidad: eran maestras. Maestras de la sub-especie más
temible. Maestras y solteronas. Hasta ese momento, no me había percatado que
las cuatro, y también Hormona más tarde, quizás, para pertenecer al equipo,
trataban a nuestro coordinador como un hijo adolescente que merece ser
enderezado a fuerza de indicaciones constantes.
Al
día siguiente, todo el hotel seguía revolucionado por los hechos acaecidos
recientemente. Algunos de entre los viejos que se hacían los más pendejos y
lanzaban chanzas sugestivas decían que todavía no podían respirar con
facilidad. Pero eran viejos que no habían subido, de la habitación al lado
nuestra, donde ni se enteraron los residentes. Esa paranoia fue expandiéndose
hasta el punto de que, días más tarde, una mujer que viajaba con su muy adulta
madre le confiara a ésta que desde que habían tirado gas pimienta en el pasillo
tenía la vista nublada.
A
mí me habían convencido las palabras del cordobés que se nos ofreció las
excursiones el día que llegamos. La excursión de los templarios la llamaba. La
visita al castillo del Conde Estevez, noble catalán que huyó de España al ser
perseguido por su membresía a los templarios masones. Se hacía de noche,
después de la cena, en Capilla del Monte, un lugar de lo más místico del que se
cuentan leyendas desde extraterrestres hasta ciudades subterráneas.
Para
que decir que este tal Esteves no era conde, ni templario ni masón. Se trataba
de una casona antigua, muy bonita por cierto, repleta de motivos
españoles-moros. La administraba un tipo que se erotizaba con piedras y que de
su cuello colgaba un gran pedazo de cuarzo. El administrador dio presentación
al que sería nuestro anfitrión. Un tipo con sombrero cowboy y camisa naranja
que le llegaba a las rodillas. El swami no sé qué carajo. Aplaudimos. Nos
hizo pasar. Nos mostró los detalles de arquitectura, las columnas. Y ya desde
el vamos se puso en el bolsillo al público sexagenario. Nos confesó que los
mosaicos del exterior de la fachada estaban ungidos por hilos de oro para
protección de los que ingresaban. Un segundo después, nos invitó a tocar los
mosaicos y concentrarnos en algún deseo. Se puso a tocar una flauta y al final
dijo que nuestro deseo será concedido…
Todas
las habitaciones poseían instalaciones eléctricas, pero para la visita la única
iluminación provenía de candelabros con velas rojas. Seguimos el paseo,
atravesamos un despacho, un escritorio con fotos viejas, un salón que usaban de
pequeño museo de piedras energéticas y al final se nos presentó el caramelito
de oro de la excursión. Nos mostraron el altar ceremonial. Una piedra plana.
Cuando el swami dijo que por sus “dos mil revoluciones” que midieron los
expertos del instituto San Jerónimo
de Buenso Ohosd Normando,
dijo después que con sólo tocarlo sus energías sanaban de todo mal.
¿Para qué? Los
viejos se abalanzaron como zombis al churrasco.
El
resto de los días transcurrieron sin contratiempos de ninguna especie. Días de
lo más apacible en los que sin darme cuenta fue adaptándome a las
características del anciano contingente hasta el punto de hacer propias algunas
de ellas.
No reniego de los abuelos del hotel. Son gente grande a fin de cuentas. Pero la comida… mmmmmpppfff… ¿sabés cuánto tiempo repetí esas albóndigas? Y no fueron sólo las albóndigas, todos los días te traían el agua fría. No era tan fría pero después de la noche del gas pimienta me dejó sensible, viste. A la que no le pasó nada era a la vieja que fumaba en la habitación, si ella fuma como un escuerzo. Para mí que dejó una colilla medio encendida en el tacho de basura y prendió humo. Dicen que era gas pimienta para que nosotros no nos quejemos. Y sí, es así nomás. La gente está cada vez más loca. Como la vecina de la esquina que todas las tardes, porque yo la veo viste, sale con el marid...
Un fenómeno Saina. Me Cague de la risa. No fue Cancún , pero al menos fue divertido. Buen relato.
ResponderEliminarEstos relatos de vivencias personales (o no), son excelentes. Me impactaron. Aquí tenés un filón literario sorprendente. Saludos.
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