viernes, 22 de enero de 2016

Mis vacaciones de la tercera edad






Me resulta difícil relatar la reciente jornada en este blog que recopila algunas anti-aventuras porque al final de todo me di cuenta que no la pase mal.
Todo comenzó hace medio año. Cuando nuestras aspiraciones a irnos de vacaciones rozaban destinos turísticos bastante más costosos y en lugares cien veces más fantásticos. Como sabrán, dada la cada vez más abultada panza de mi mujer, los planes fueron “reorganizándose” a unas posibilidades más coherentes. Supongo que esta es una manera de explicar – y de justificar – el hecho de que he trabajado y planificado demasiado poco lo que íbamos a hacer en el verano. Excusas sobran, lo que no tenía era cara.

Sucedió que el viaje se devaluó, por así decirlo, y pasó de ser una estadía en la trillada nación azteca a una visita a la maravillosa, pacífica y recientemente redescubierta comarca de Costa del Este, en unas cabañas de ensueño. Cuando nuestro paseo llegó a si fin y le pregunté a mi mujer si las vacaciones – en pleno noviembre – le habían gustado, su respuesta fue levantar una ceja…

Finalmente decidimos tomarnos unas vacaciones como Dios manda, una en la que puedas descansar todo el día, que te cocinen, que te hagan la cama y que puedas poner los huevos a tostarse al sol sin que ninguna preocupación te hinche las pelotas. Y claro, acorde al bolsillo actual. Así fue que guiados por la buen opinión de mi mujer en viajes anteriores, pusimos rumbo a la empresa turística, que no voy a decir cual así que la llamaré Sol & Luna. Mis viejos hacen uso de sus servicios hace muchos años ya. Cuando me mostraban las fotos de sus vacaciones yo me burlaba. Las comparaba con las fotos de mis aventureras vacaciones en travesías de montañas insondables, navegando ríos indómitos en cañones ocultos, columpiándome en vacíos abisales sorteando mi vida a la resistencia de un arnés… ¿Y mis viejos? Sentados en reposeras a la vera de la pileta de Cocoon.

Elegimos Córdoba. Huerta Grande sería nuestro destino.

Pagamos mierda por una semana en un hotel doble pensión y micro. Y la sorpresa no se hizo esperar. El micro estaba colmado de viejos. El promedio de edad de la tripulación rondaría los 70 años. Y debo aclarar que no tengo nada contra la gente mayor; es la gente mayor la que tiene problemas contra todo y todos. Ya en la terminal, dispuestos a subir al micro, la gente mayor se apelotonaba, con desconfianza de hacer filas, creyendo que alguien va a robarle la butaca o que la pudieran dejar abajo. Subimos casi últimos, nos tocaron los asientos más adelantados del piso de abajo. Durante los primeros kilómetros me permití lanzar algunos chascarrillos que compartía en el grupo familiar de whatsapp. Pero con algunas cosas no se jode.    

Dos viejas, contiguamente sentadas, iniciaron su larga conversación para ponerse al día después de ponerse al día luego de no verse por tres o cuatro vidas.

- …el yerno de la Irma. Se fue, dejó todo y se fue.
- Nnnnnneeen (gemido de desapruebo) Se había puesto buen mozo.
- Y sí, cuchame, se había puesto flaco y todo. Rodrigo viste que dejado que era.
- ¿Te lo contó Irma?
- No, Irma no sabe. Sabes qué si se entera, no? No da para disgustos…

Nuestro coordinador se presenta. Un mozalbete llamado Tomás, al que la empresa le tenía bronca, seguramente. Nos saluda, nos explica que a media noche íbamos a parar en un parador a cenar y nos repartió unas medialunas para acompañar un cafecito que enseguida se puso a preparar.

Hormona Dominguez
En el piso se arriba una vieja se quejaba de que no le habían dado medialunas. Después de una interminable peregrinación al baño (el descenso por la escalera era tan dramática como una toma de rehenes en un banco) regresó a su butaca sin notar que el muchachito se la había dejado en el asiento. A cualquiera le puede pasar. Pero cualquiera se daría cuenta que se acababa de sentar sobre una canastita plástica con dos medialunas dentro. Esas pobres y torturadas medialunas quien sabe cuándo tiempo pasaron apresadas debajo de las expandidas caderas de la mujer a la que con mi señora llamamos Hormona Domínguez en homenaje al personaje de la película Metegol, una anciana travestida que se camuflaba en un equipo barrial de fútbol para pasar desapercibida.

Y comienza la odisea.  

Una señora, que viaja con tres amigas, pide que bajen el aire. Vestía una blusa de hilo. Martes. 22 hs. 29º de térmica. Es secundada por alguien dos asientos atrás. El aire acondicionado se apaga y lo ponen en ventilador. Empieza la película. Héroe de Centro Comercial 2.

- Que película de porquería – dice una de las viejas que hablaban del yerno de Irma.
- Está muy alto. ¡No se puede hablar!

El volumen de las teles comienza a oscilar según las exigencias de un público que no tenía a la misma graduación el auricular. Tomás recorre las pantallas para regular cada televisor independiente me. Termina la película y el micro se detiene minutos después en el parador. La misma efusiva carrera a la puerta se repite pero en sentido contrario. Un momento antes, para descender de la escalera o levantarse del asiento los viejos se tomaban una condenada eternidad; ahora los viejos, como si hubieran ingerido una sobredosis de 102 años plus, gozan de un juvenil lapsus de velocistas y compiten en alcanzar el baño del parador. Todos huyen del micro, salvo una señora. Muy mayor que elige quedarse adentro porque afuera “está feo”. Tomamos una gaseosa y volvemos al micro quince minutos antes de la hora de salir al ruedo nuevamente. La vieja, encerrada dentro del micro, buscaba el picaporte para salir del micro. Su marido, desde afuera la imitaba. Se gritaban a través del cristal.

- No lo encuentro.
- ¿Lo viste?
- ¿Lo viste vos?
- ¿Pero donde esta?
- ¡Qué si lo viste!
No se escuchaban.

Llegamos al hotel en cuestión, un hotel sindical de tantos que hay en esa parte de Córdoba. Mi mujer le pide una breve opinión a una chica que estaba por irse del hotel y que había venido por la misma empresa.
- Si, es re tranqui pero... – su rostro se torna gris - ...no pierdas de vista las reposeras.
Si fuera un diálogo de una película de terror, se habría iluminado el cielo por un dramático relámpago.

Cuestión que almorzamos, albóndigas y con puré (que amablemente le cedí a mi mujer) y nos tomamos una reparadora siesta. Despertamos a las 5:30, dispuestos a pasar por la pileta y comprendimos las aterradoras palabras de la piba: las reposeras estaban todas ocupadas; eran 5 reposeras para 70 vacacionistas. Cinco reposeras de esas largas, del estilo camastro, de las cuales los viejos no pueden levantarse por sí solos pero los ancianos suicidas las ocupaban todas. Todas las sombras del predio estaban ocupadas por viejecitas que se abrigaban para ir a la sombra.
Mientras me tiro a la pileta, se escucha de fondo una discusión. Una mujer, que no se alejaba de los 60 años discutía con el bañero, un muchachín de 20 años recién salido del horno, porque no le querían dar una reposera aquella familia que retenían 2. Había varias sillas plásticas, pero el escándalo era por la reposera.
Nos dieron la charla sobre las excursiones. Mi mujer quería que yo conociese “Los Cocos”. A mí me vendieron muy bien vendido la visita nocturna al castillo del conde Estevez.

Contratamos la de los Cocos y salimos.
Luego de un recorrido en combi que nos paseó por alguna que otra fábrica de alfajores, un dique y barios pueblitos terminamos en Los Cocos. Lugar afamado por los tradicionales viajes de egresados de colegios primarios. Lugar donde los mieleros se sacan esa célebre foto posando atrás de una luna en cuarto menguante. En fin, el paseo del parque es bonito. Y tiene un laberinto marcado con ligustrinas de metro y medio. Lo anecdótico de esta parte es que mi nena se mandó por un agujero en la ligustrina que la llevó al pasillo contiguo. Mi mujer se mandó por el agujero atrás de ella y a mí se me ocurrió la genial idea de “¡Yo la agarro del otro lado!” Un boludo. ¿Qué otro lado iba a tener un laberinto...? Sucedió que rápidamente mi mujer dio con la jodida de mi hija que corría cegándose de risa pero yo me perdí en un laberinto pensado para pibes. Los viejos con quienes compartimos la excursión, enfurecidos por nuestro retraso. Como si tuvieran algo que hacer los hijos de puta.

Pero lo más interesante del día sucedió esa misma noche.

Tuvo lugar aquella noche, después de la cena, un show humorístico que se llevaba a cabo en La Falda, a pocas cuadras del hotel. Dos camionetas alcanzaban a los que querían ir a verla y después los traían de regreso. Nos enteramos más tarde de que allí también hubo un breve aunque intenso altercado por la disponibilidad de asientos. Aquel grupito de cuatro amigas – la que se quejaba del aire en el micro era una de éstas – se disputaba unos asientos que pretendían reservarse con otra pareja. Nosotros nos quedamos y yo en particular me quedé haciendo lobby varias horas, libro en mano, tomándome un fernet.

Si, un fernet. Pagué 75 pesos por un vaso de fernet. Sólo porque me encontraba en la capital del fernet con cola. Tengo botella y media de fernet en mi casa que no tomo pero como todo buen argentino recibido en la academia del boludo, ahí, en el lobby del hotel se me cantaron ganas de tomar un fernet.

No va que, aproximadamente 2 de la mañana, cierro el libro y me pongo en camino a la habitación, que llega el contingente de los que fueron al show. Un señor  sube por las escaleras y de repente regresa tosiendo como un condenado, tropezándose con los escalones.

- ¡No se puede respirar! ¡Es terrible, se está quemando algo!
Su grito da la alarma a flaquito que se embolaba en su turno nocturno detrás del mostrador de la recepción. El flaquito sube corriendo. Detrás del flaquito, suben como tres boludos que fueron a comprobar si era verdad o mentira.  Bajan todos escupiendo los pulmones. “¡Fuego! Alguien haga algo por Dios!” gritaba una mujer. El lobby, minutos atrás desolado, se convulsionó.

Llegaron los bomberos. Llegaron ambulancias. Dos patrulleros de policía. Evacuaron las habitaciones. La gente bajaba con más cara de dormido que asustados. Los bomberos nos llevan a todos afuera. Digo a mí porque mi familia se había quedado en la habitación, en la otra punta del complejo donde no corrían peligro. Entonces un bombero acompaña a la vieja que había pedido apagar el aire en el micro, la vieja se desprende del abrazo del bombero y se sienta en el lobby lo mas campante.

- Ya está, ya está. Gracias eh.
- Señora vamos a despejar esta zona sí, acompáñeme que...
- Nooo mijo. Afuera el rocío me hace mal.
- ¡Venía a fuera Gra! – gritó una de sus amigas – Te va a hacer mal el humo.
- Acá está mejor que afuera. Vénganse que se van a enfermar.

Las otras tres, junto con Hormona Dominguez, quien consiguió adaptarse bien en esos días, regresaron adentro. El bombero puso los ojos en blanco y volvió a subir a ojo de la tormenta.

Hora y media más tarde descubrieron todos aquellos profesionales de la seguridad pública que nada se estaba quemando. Todo el quilombo había sido causado por un chorro de aerosol de pimienta disparado en un pasillo que no circulaba demasiado aire. Los del hotel se fijaron en las cámaras de seguridad y se encontraron que la señora de los 60 y tantos que se peleaba por las reposeras había tirado gas pimienta la muy hija de puta. Todo para vengarse del administrador del hotel con quien se había agarrado también aquella tarde. A la vieja la habían llamado la atención porque se mandó a hacer topless al costado de la pileta. Yo no la vi. Dios es sabio.

El administrador del hotel aprovecho el bardo para acusar a una del grupito de 4 amigas porque había colillas de cigarrillo en la habitación. La mujer, despechada, reaccionó acudiendo a que no podían revolver la intimidad de las habitaciones.

- ¿Pero usted no se da cuenta que pude iniciar una desgracia?
- ¡Esa no es razón para meterse en la vida de uno! ¿Dónde se vio?

Como se imaginarán todos, esa discusión la ganó la vieja. Es que las 4 viejas provenían del sector más temido de la sociedad, profesionales de los rincones más perturbadores de la comunidad: eran maestras. Maestras de la sub-especie más temible. Maestras y solteronas. Hasta ese momento, no me había percatado que las cuatro, y también Hormona más tarde, quizás, para pertenecer al equipo, trataban a nuestro coordinador como un hijo adolescente que merece ser enderezado a fuerza de indicaciones constantes.

Al día siguiente, todo el hotel seguía revolucionado por los hechos acaecidos recientemente. Algunos de entre los viejos que se hacían los más pendejos y lanzaban chanzas sugestivas decían que todavía no podían respirar con facilidad. Pero eran viejos que no habían subido, de la habitación al lado nuestra, donde ni se enteraron los residentes. Esa paranoia fue expandiéndose hasta el punto de que, días más tarde, una mujer que viajaba con su muy adulta madre le confiara a ésta que desde que habían tirado gas pimienta en el pasillo tenía la vista nublada.

A mí me habían convencido las palabras del cordobés que se nos ofreció las excursiones el día que llegamos. La excursión de los templarios la llamaba. La visita al castillo del Conde Estevez, noble catalán que huyó de España al ser perseguido por su membresía a los templarios masones. Se hacía de noche, después de la cena, en Capilla del Monte, un lugar de lo más místico del que se cuentan leyendas desde extraterrestres hasta ciudades subterráneas.

Para que decir que este tal Esteves no era conde, ni templario ni masón. Se trataba de una casona antigua, muy bonita por cierto, repleta de motivos españoles-moros. La administraba un tipo que se erotizaba con piedras y que de su cuello colgaba un gran pedazo de cuarzo. El administrador dio presentación al que sería nuestro anfitrión. Un tipo con sombrero cowboy y camisa naranja que le llegaba a las rodillas. El swami no sé qué carajo. Aplaudimos. Nos hizo pasar. Nos mostró los detalles de arquitectura, las columnas. Y ya desde el vamos se puso en el bolsillo al público sexagenario. Nos confesó que los mosaicos del exterior de la fachada estaban ungidos por hilos de oro para protección de los que ingresaban. Un segundo después, nos invitó a tocar los mosaicos y concentrarnos en algún deseo. Se puso a tocar una flauta y al final dijo que nuestro deseo será concedido…

Todas las habitaciones poseían instalaciones eléctricas, pero para la visita la única iluminación provenía de candelabros con velas rojas. Seguimos el paseo, atravesamos un despacho, un escritorio con fotos viejas, un salón que usaban de pequeño museo de piedras energéticas y al final se nos presentó el caramelito de oro de la excursión. Nos mostraron el altar ceremonial. Una piedra plana. Cuando el swami dijo que por sus “dos mil revoluciones” que midieron los expertos del instituto San Jerónimo de Buenso Ohosd Normando, dijo después que con sólo tocarlo sus energías sanaban de todo mal.
¿Para qué? Los viejos se abalanzaron como zombis al churrasco.

El resto de los días transcurrieron sin contratiempos de ninguna especie. Días de lo más apacible en los que sin darme cuenta fue adaptándome a las características del anciano contingente hasta el punto de hacer propias algunas de ellas.



No reniego de los abuelos del hotel. Son gente grande a fin de cuentas. Pero la comida… mmmmmpppfff… ¿sabés cuánto tiempo repetí esas albóndigas? Y no fueron sólo las albóndigas, todos los días te traían el agua fría. No era tan fría pero después de la noche del gas pimienta me dejó sensible, viste. A la que no le pasó nada era a la vieja que fumaba en la habitación, si ella fuma como un escuerzo. Para mí que dejó una colilla medio encendida en el tacho de basura y prendió humo. Dicen que era gas pimienta para que nosotros no nos quejemos. Y sí, es así nomás. La gente está cada vez más loca. Como la vecina de la esquina que todas las tardes, porque yo la veo viste, sale con el marid... 

2 comentarios:

  1. Un fenómeno Saina. Me Cague de la risa. No fue Cancún , pero al menos fue divertido. Buen relato.

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  2. Estos relatos de vivencias personales (o no), son excelentes. Me impactaron. Aquí tenés un filón literario sorprendente. Saludos.

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